Renacimiento en Dublín. Irlanda

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Febrero se desvanece

Subíamos por Drumcondra y luego enlazábamos con la Swords Road donde, a unos quince minutos del centro, tenía su casa, en un barrio de clase media-alta dublinés un poco venido a menos. La primera vez que hice el trayecto desde Grafton hasta allí subida en un Rover descapotable en pleno mes de noviembre estuve todo el camino cruzando los dedos por no encontrarme a nadie. Hubiera sido difícil porque llevaba poco tiempo en la ciudad, pero con estas cosas nunca se sabe y todo era posible, un encuentro, qué se yo, con alguno de mis estrenados compañeros de trabajo o con alguna de las freaks con las que vivía. Lo hubieran flipado. Luego me acostumbré al feo Rover descapotable y me traían sin cuidado las miradas de la gente. En él llegábamos a su casa donde descorchaba botellas de vino Faustino VII para mí con un sacacorchos eléctrico que apenas dejaba emitir el sonido  seco  del vino liberado. Le veía tan ilusionado y contento con sus botellas de Rioja, que brindábamos hasta altas horas de la noche sin atreverme a decirle que a mí el vino no me gustaba mucho y que de lejos hubiera preferido una buena cerveza o, ya puestos, un buen whisky de malta. Luego abría la ventana y tiraba las botellas. Yo cruzaba los dedos esa vez para que las botellas no se estamparan contra la pared y siempre funcionó porque todas aquellas noches que pasé con él cayeron del otro lado. Mañana- reía- saldremos a recogerlas.
Nos habíamos conocido en el Doyle’s, bailando a los Alabama 3, me vió de lejos  y le gustó mi estilo. Yo le ví llegar hacía mí y me gustó el suyo, así que, antes de que dijéramos una palabra, estábamos allí bailando «Woke Up This Morning», felices e inconscientes. Nos quedamos hasta que cerraron y después fuimos caminando hasta el Ha’penny Bridge y estuvimos un buen rato viendo como bajaban las aguas del Liffey, mansas y negras. Me decía que la visión del río le llenaba de energía y que de vez en cuando se acercaba hasta allí a contemplar el paso del agua hacía el mar. A mí, ni que decir tiene, me pareció estupendo como todas las cosas que me estaban pasando esa noche y no me importó estar allí en silencio, meciendo nuestros ojos al ritmo de la corriente. Hasta que la humedad y el frio le obligaron a llevarme a su casa, que tenía calefacción, muebles conjuntados, cocina independiente y un sinfín de comodidades de las que los recién llegados a Dublín no disponíamos. Aquello terminó de convencerme.
A la mañana siguiente de nuestra primera noche juntos, recogimos un par de botellas del otro lado y nos fuimos a comer risotto a un restaurante donde el chef le llamaba por su nombre y en el que el vino italiano esta vez nos sumió en una primera dulce embriaguez a la que le sucederían otras muchas. Durante aquellas semanas de paseos diurnos en el descapotable conocí lo mejor de la vida dublinesa: brunchs en Malahide o Ballsbridge, que contrastábamos por las noches en lo más bajo de Summerhill y Tallaght, con infinidad de pintas en pubs y garitos en los que también le llamaban por su nombre y en los que, como siempre, me presentaba como “my beautiful pet from the south”. Lo pasábamos en grande. Lo pasé como nunca. Todavía hoy  al llegar Halloween me quedo en casa y no salgo, porque sé que es insuperable la sensación de estar agazapados detrás de un coche mientras los vecinos de calles, de las que nunca supe el nombre,  se disparan fuegos artificiales y nos ignoran por completo. Juntos oyendo el silbar de la mecha, oliendo la pólvora e  intuyendo su trayectoria. Muy muy cerca de una tragedia pero más lejos aún de la muerte. Una explosión final, los fuegos de colores iluminan nuestras caras.

Hasta que llegó el primer fin de semana que no estuvo. Ese sábado llamaron a la puerta de mi apartamento y un hombre me entregó un paquete que venía de su parte. Casi no podía abrir la caja. Los dedos se me habían entumecido por los nervios y, cuando por fin lo logré, rasgué con violencia el papel de regalo y pude ver una caja de colores en verdes fluorescentes, azules eléctricos, rojos y amarillos chillones, en la que se podía leer: «The Amazing Life, Sea Monkeys».  Contenía unos psicodélicos sobrecitos y una diminuta pecera alrededor de la cual unos dibujos de unas formas no identificadas sonreían. Seguí leyendo: «The sea monkeys and their ship of hidden treasure» y seguí mirando embobada los dibujos del cofre de monedas por donde se colaban los sea monkeys y donde, unos pulpos de color rosa los mecían en posiciones inmóviles con sus tentáculos de cartón. Luego lo abrí y cogí el también minúsculo  libro de instrucciones donde explicaban qué era aquello  del maravilloso y alucinante mundo de estos seres, de cómo tenías que devolverles a la vida y cuidarlos. Era febrero, llovía y el agua golpeaba los cristales. Tenía la pequeña caja de su juguete fetiche en mi regazo, sufrí un desvanecimiento y en cuanto volví a mi realidad vacía de Blessington Street, abrí los sobres y devolví a la vida a aquellas extrañas criaturas. No debí hacerlo. Nada salió bien desde entonces.
Seguimos quedando y a simple vista nada había cambiado. Viajamos a Derry y Belfast, a Mayo y Donegal, -siempre al Norte, Pet-, me decía, pero nada volvió a ser lo mismo. Ni siquiera vino a conocerlos. Yo le contaba cómo iban creciendo, muriendo, como pensaba que de un día a otro habían desaparecido y que de pronto, zas, de nuevo aparecía un transparente y nada chillón sea monkey en la pecera y cuando creía que no lo estaba haciendo bien me tranquilizaba con un -ya aparecerán- que siempre resultaba cierto.

sea monkeys

Luego ocurrió todo una tarde, todo a cámara lenta. Por un momento desconecté y dejé de oírle. Estaba deshaciéndose en explicaciones que yo no le había pedido mientras que en la tele del salón de su casa, con el volumen quitado, una mujer con un crucifijo gigante al cuello acaparaba toda mi atención. No quería escucharle. Recuerdo levantarme y dejarle con la palabra en la boca y decirle: -No quiero ser tu amiga- e irme. Las lágrimas corrían por mi cara y por primera vez me volví a casa en autobús. Cuando llegué, había anochecido.Cogí los sea monkeys y me dirigí al final de la calle, una calle fea y fracasada por la que un 16 de junio de 1904 pasó rápidamente un coche fúnebre que no se detuvo en el jardín humilde y precioso que hay al final de la misma y al que no pudimos ir nunca juntos. Salté la verja y, sin saber cómo, estaba ya del otro lado sentada en el suelo junto a la casita que me hacía recordar a Hansel y Gretel. Allí me despedí de ellos. Estuve a punto de dejarles en el estanque pero decidí, casi en el último segundo, que se fundieran con la tierra y romper de ese modo con su estado latente, que no pudieran eclosionar más, que descansaran para siempre. Nunca me arrepentí de ello.

 

Woke up this morning pinchando aqui:

 

 

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