Una playa sin nombre en Catemaco. México

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Chamanes

Toda la humedad del mundo parecía concentrada esa mañana en las afueras de Catemaco. Sudaba, no había parado de sudar en toda la noche, ni el amanecer me había dado una tregua que pudiera refrescarme. Por eso, decidí que tal vez cerca del mar me encontraría mejor. Corrí hasta la calle donde me dijeron que salían las rancheras con dirección a la playa, pensando que llegaba tarde pero, una vez allí, vi que sólo dos mujeres indígenas estaban ya dentro del coche. Le pregunté al conductor sobre la hora en la que nos iríamos y sólo me respondió con un subir de hombros y un definitivo «cuando se llene el carro», algo que yo ya sabía, pero que no dejaba de preguntar nunca. Las mujeres me hicieron una señal para que pasara dentro y me sentase con ellas. Les dije que no, que el calor era sofocante y que mejor esperar fuera hasta que saliéramos o que incluso podría ir en la parte trasera que estaba al descubierto. Fueron ellas entonces las que me dieron un «no» rotundo e insistieron en que pasara dentro. No me quedó otra que hacerles caso y esperar en el coche hasta que, pasada una hora, la ranchera, que había casi triplicado su capacidad, arrancó. Afortunadamente, ninguno de nosotros llevaba grandes bultos, yo ninguno, y ellos sólo pequeños paquetes o hatillos tradicionales que no me dejaban ver su contenido. Pensé que era imposible que aquella masa se pusiera en marcha, pero lo hizo.

Avanzábamos lentamente. Apenas me podía mover, parte de mi cara la llevaba pegada a la ventanilla y me costó poder encontrar una postura un poco más cómoda. De todos modos, le estaba muy agradecido a la mujer que me había sugerido que ocupase ese lugar y no quería ni imaginar lo que hubiera sido ir en el centro aplastado entre los cuerpos. La parte trasera al descubierto tampoco era el lugar fresco y cómodo que yo había imaginado: polvo, bichos y baches lo convertían en el peor de los tres espacios.

En cuanto dejamos el pueblo y tomamos el camino de tierra, la vegetación se hizo más densa y la amalgama de verdes sólo se rompía por el destello espontáneo de una flor o de algún árbol ya muerto y descompuesto. No parecía haber más vida que la del verde implacable. Hasta que empezaron las paradas. No es que bajara ni subiera nadie más. Los habitantes de la ranchera permanecíamos en nuestras posiciones. De la nada empezaron a surgir entonces gentes que intercambiaban, tanto con el conductor como con los ocupantes, correspondencia, tortillas, materiales de repuesto por todo tipo de aceites y ungüentos. Alguien intercambió un pez por unas hierbas secas, una botella de tequila por unas ramas y un par de plumas de un colorido imposible. El contenido de los bultos, desconocido hasta entonces, me fue poco a poco desvelado conforme íbamos avanzando y el olor dulzón de los aceites y flores secas fue apoderándose del espacio como si de un pasajero más se tratara. El coche permanecía siempre detenido durante ese mercadeo pero nadie bajó nunca del auto, y siempre, no me explico cómo, conseguimos arrancar y proseguir el viaje. En algún momento debí de quedarme dormido porque un pellizco en mi mejilla me sacó violentamente de mi ensoñamiento. «Hormiga», dijo la mujer, y a continuación «muerden». No me habían vuelto a hablar, y a partir de ese momento no es que lo hiciesen mucho más, pero si se sorprendieron de que al llegar a un edificio, que desentonaba por completo en aquel  entorno, una de ellas me ordenara:

– El señor se baja aquí.

-¿Es esta la última parada, la de la playa?

-No, esta es la estación biológica, su parada.

-¿Estación biológica?

-Sí, sí, su parada. El señor es biólogo ¿verdad?- Intervino otra de las mujeres.

-No, no, no lo soy, sólo estoy aquí de paso y voy camino a la playa para . .  .

-No puede ser mijo, por fuerza usted tiene que ser biólogo, como todos los demás.

– Todos los gringos lo son.  Biólogos y solteros. Sentenció alguien.

– ¿El señor es casado?

Ummm, no . . . pero qué mas da!  Pero sí, soy soltero…

– ¡ Ándale ya le decía yo!

-Y si no es biólogo ¿Qué hace usted aquí?- Me preguntó de nuevo la mujer .

– Voy a la playa, a refrescarme. Me dijeron en el pueblo que era un sitio agradable.

– ¡Joven, creo que usted anda equivocado de carro!-  Me aclaró el conductor que no había abierto la boca hasta entonces.

– ¿Pero no había dicho que esto iba allí?

–  Y así es, pero para la playa cercana al pueblo era el otro carro, el que ya había salido.

– ¿Pero va, o no va, usted hasta la costa?

–  Correcto joven, nos demorará un poco más pero playa hay al final, descuide.

– Arranca pues, Manuel, que se nos va ir la mañana.- Le ordenó el viejo que había estado hasta entonces callado, para a continuación preguntarme:

_ ¿ Y de dónde es usted?

– De España

– ¿Y ha venido desde allá tan lejos para venir hasta acá a la playa?

– ¿En avión?- dijo uno de los niños.

_ ¡Órale, no  lo mareen !

– Ando visitando su país, sin más . . .

– Ustedes los gringos que pueden, eso de viajar. ¡Eso sí es hermoso! Acá también lo hacemos, no se crea, siempre cerquita pero viajamos en las fiestas, a ver a los parientes sobre todo. Pero los jóvenes ¡esos sí son como ustedes! sobre todo los que se han ido a los Estados Unidos, pero a veces muchos ya no vuelven, se olvidan de la tierra.

– ¿Emigran mucho en esta parte también?

– Pues claro, la cabeza se les llena de América, acá no hay donde trabajar y la violencia es cada vez mayor. Uno de mis hijos ya marchó hace tiempo, en California anda . . . sin verle lo menos ya diez años, pero nos ayuda de cuando en cuando. En eso los mexicanos no olvidamos a nuestros padres y hermanos. Otro no lo consiguió y se quedó en el Distrito Federal que encontró algo allá. Sólo mis hijas se han quedado. Trabajar el campo es duro y por eso marchan.

– ¿Y hasta cuándo se queda por aquí?- preguntó otra de las mujeres.

– Marcho ya esta noche para Chiapas, si es que no me equivoco de auto.

El silencio volvió de nuevo a nosotros. No se oía respirar a nadie, como si con eso tratáramos de aligerar el peso. Sólo se oían los amortiguadores del coche y el ruido descafeinado del motor que parecía a punto de rendirse.

En el último trayecto por fin se fueron bajando algunos pasajeros que me desearon un feliz viaje y la ranchera me  pareció volar en los últimos quince minutos. Había pasado una hora y media larga cuando llegamos.

– Ahorita sí. Ahí tiene la playa, un poco más adelante. Me disculpe la demora y el malentendido.

– Claro, no se preocupe.

La mujer que me ordenó sentarme comenzó a deshacer el nudo del hatillo y, casi sin voz, me dijo:

– Esto . . . me va a permitir una última pregunta,  ¿el señor a qué se dedica?

–  Soy  informático.

– ¿Cómo dice?

– Profesor. Profesor de informática. Computadoras.

Con asombró abrió sus ojos oscuros y sacó por fin de entre las telas unas frutas que puso en mis manos y un cordón del que pendía una piedra y que ceremoniosamente me colgó al cuello :

-Tome unos tamarindos, le vendrán bien con este calor. Y asegúrese que la piedra esté en contacto con su piel, le protejera en el camino . . . y . . . y la próxima vez, la próxima vez venga a visitarnos con más tiempo. ¡ Y nomás hágase biólogo, es más lindo!

Para saber  más sobre los Tuxtlas y Catemaco:

http://laotraopcion.com/tuxtlas

http://www.mexicodesconocido.com.mx/catemaco-veracruz.html

http://www.catemaco.info/s/brujos/

http://www.ibiologia.unam.mx/tuxtlas/tuxtlas.htm

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