Los veranos pasan.Ohio

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Y nunca volveríamos a Ohio

Cualquier niño que viva en Santa Bárbara, pasaría los veranos en interminables días de playa y con suerte en las aguas de su piscina privada. Así fue para mí, mañanas en la piscina de nuestra casa unifamiliar, clase media americana, tardes de arena y sal cuando mi madre volvía a casa del trabajo. Así fue hasta que cumplí los ocho años, cuando Stella tenía 6 y en el verano del 78 se acabaron las olas y el olor a cloro.

Meses antes, justo después de la Navidad, mis padres nos dijeron que se divorciaban y que mi padre, al que como cualquier niña de esa edad idolatraba, se marchaba a Ohio. Se había hecho cargo de la granja familiar, una granja y una familia que hasta entonces desconocía y Ohio, era un lugar del que no sabía nada y que, en mi cabeza, quedaba muy lejos. Un lugar frio y sombrío.

Sin consultarnos, acordaron que a partir de entonces pasaríamos los veranos en Pemberville, un pueblo pequeño del noroeste del estado. Los primeros meses no creímos que realmente aquello fuera a pasar y llevamos el divorcio lo mejor que dos crías de esa edad podían: sin histerismos ni dramas, sin traumas ni depresiones. Ignorándolo. Lo cierto es que el ambiente en casa mejoró bastante y, sin ser conscientes de ello, probablemente nos sentimos aliviadas.

Pero al llegar junio, y ante lo que de pronto se volvió una realidad ineludible, la cosa cambió. Rechistamos y estuvimos sin hablar a mi madre durante las tres semanas anteriores, hasta que llegó el día en que nos dejó en el aeropuerto, a cargo de una azafata de American Airlines, y toda nuestra furia se convirtió en un llanto que mi madre trato de zanjar con un: “la culpa de todo la tiene vuestro padre”, que no hizo sino empeorar las cosas.

Las casi cuatro horas de avión las pasé consolando a Stella, lo que, sin duda, fue mi primer acto de madurez y un primer paso a la vida adulta, una vida adulta progresiva que aparecería ante mí todos esos veranos, sin que yo me diera cuenta.  En aquel primer vuelo, le prometí a mi hermana que nunca volveríamos a Ohio, algo que por supuesto no estaba en mis manos y se escapaba al poder de mis únicos 8 años.

“Pemberville. 18 de junio de 1978. La granja huele mal. Llegamos ayer. Tengo 11 picaduras de mosquitos. Mamá te odio”, escribí en una especie de diario. “Papá ha engordado y le sienta bien, pero sigue siendo el mismo: hermético, misterioso, guapo y excesivamente tolerante con nosotras”. Esa última frase la había copiado de mamá, porque entonces “ser hermético” y “tolerante” era algo que yo desconocía pero que se lo había oído decir muchas veces a nuestra madre, cuando hablaba por teléfono, desahogándose con sus amigas y hermanas, y creía que nosotras no estábamos cerca, siempre, escuchando.  

La granja había sido su casa hasta que huyó de allí a los 20 años. De mi familia, abuelos, tíos, primos, no quedaba nadie o eso es lo que me pareció durante los siguientes siete veranos. Por supuesto incumplí mi promesa y volvimos cada año a los veranos verdes de Ohio en los que poco a poco descubrimos lo siguiente:

Verano del 78: Cuando el sol se pone, miles de luciérnagas aparecen en los campos de maíz y de soja. Forman nubes de luces intermitentes y doradas entre los maizales. Sobre la hierba de los jardines lucen de manera menos intensa, los niños las cogen y las meten en botes de conserva. Algunos botes tienen la tapa agujerada, otros no. Algunas mueren asfixiadas, emitiendo una última luz más brillante en un último intento de comunicarse, una señal de socorro desesperada. Lo odio. Prefiero verlas ir subiendo libres hacia las ramas de los árboles según se hace de noche y ver como el árbol parece decorado. A las dos horas el espectáculo termina y te das cuenta de que los mosquitos te han acribillado. Aun así, vuelves a la noche siguiente.

Verano del 79: Si te levantas temprano y te vas al bosque puedes ver ciervos. Y eso es lo que hacemos casi todas las mañanas. Caminamos hasta allí y nos quedamos en silencio en un lugar hasta que pasa alguna hembra con su cría. Un día tras otro durante casi dos meses vamos al bosque. Durante el día estamos solas al cuidado de una mujer mexicana que no habla inglés, aprendemos a decir “ahorita” y a santiguarnos.

Verano del 80: A las cuatro de la tarde, con un calor aplastante y mientras estoy en el porche dormitando pasa un chico en bici, va cantando una canción. Pasa y vuelve a pasar muchas veces. La canción se llama Bicycle y nunca la he oído antes: “bicycle, bicycle, I want to ride my bicycle, I want to ride my bike…”. El chico se llama Tom y se convierte en mi primer amigo. Tiene doce años. Aquel verano decido que quiero ser  Fredy Mercury.

Verano del 81: Mi padre por fin ha comprado una piscina. De esas redondas en las que te tienes que subir por una escalera. Los veranos empiezan a mejorar. Por fin tengo amigos, mayores que yo.  Saltamos desde las ramas del castaño sin que nunca nos pasé nada. A veces Stella sobra, y la dejo sola en el salón viendo la tele mientras nosotros deambulamos por el pueblo aburridos o llegamos hasta las vías del tren para hacer equilibrios o poner la oreja sobre las vías.

Verano del 82: Hasta este verano mi padre no se ha ocupado mucho de nosotras. Mi padre desempolva una vieja canoa y recorremos muchas veces el rio Maumee. A mediados de julio de ese año me compra un kayak para mí sola y paso el mejor verano de mi vida: juntos los tres, explorando los ríos mientras escuchamos las historias que mi padre nos cuenta sobre los indios Shawnee que vivían allí. Nos enseña como buscar, al margen de los ríos y orillas, restos de piedras talladas y puntas de flechas. Imagino su mundo sin los caballos de las películas del oeste, su supervivencia y lucha ante los invasores que nada tuvo que ver con lo que los wéstern nos muestran.

Verano del 83: La magia del rio se esfuma.

Verano del 84:  El verano se presenta con la misma secuencia de campos verdes, amarillos y ocres hasta donde te alcanza la vista. Ninguna colina. Las mismas luciérnagas y las mismas águilas sobrevolándote mientras recorres los ríos. La misma ausencia de cualquier divertimento ya seas un niño, un adolescente o un adulto. Hay tanta diferencia entre tener 14 años en California a tenerlos en Ohio que muchas veces me burlo de mis amigos del pueblo sin que ellos se den cuenta. Luego me siento mal pero al día siguiente hago lo mismo. Me he convertido en una auténtica adolescente de piernas largas y desafiantes que ya no quiere ser Fredy Mercury ni montar en bici, ni oír historias de indios, ni seguir las huellas de los ciervos.  La granja va muy bien y hay nueva gente contratada, entre ellos un chaval de 18 años con un aire a  Robe Lowe  que me vuelve loca.

Verano del 85: Solo voy con la esperanza de ver de nuevo a Robe Lowe, que ya tendrá 19 y yo 15. Ya no soy un niña. Y allí está cuando llego, con su mono de color azul sudado y una sonrisa que no deja verle los dientes. Me he pasado el invierno y la primavera fantaseando con él, ensayando que voy a decirle, preparando cómo voy moverme, que me voy a poner. Y sí, con él me doy mis primeros besos y empiezo a fumar pero poco más, no puedo competir con las chicas que tienen más de todo que yo, más curvas, más pecho, más años.  Y cuando el peso de todos esos veranos tediosos en el bello Ohio, cae sobre mí, con la fuerza de todas las mazorcas que he visto crecer año tras año, aparece en nuestras vidas la prima Jordán y se me olvida el rechazo.

La prima Jordán.

La prima Jordán llegó a nosotras ya muerta. A finales de julio, un par de semanas antes de marcharnos, vimos a mi padre en el porche, cabizbajo y llorando como un niño. Ni Stella ni yo nos atrevimos a preguntarle nada, nos limitamos a sentarnos y mecernos con él, yo pensando que la granja había quebrado y mi hermana inquieta porque nunca había visto llorar así a un adulto. Cuando se recompuso nos dijo que la prima Jordán había muerto y que teníamos que ayudarle con el funeral. Un infarto, un adiós sin despedida.

15 y 13 años. Nunca habíamos ido a ningún funeral, la muerte entonces parecía algo ajeno y tampoco conocíamos a aquella inesperada prima de la que nunca habíamos oído hablar.

En realidad tampoco era nuestra prima, aunque de eso me enteré unos días más tarde, cuando Tom empezó a contarme cosas, habladurías del pueblo, que yo rellené con la información que recogí entre las cosas que encontré de ella en la casa donde la velamos los tres solos,  y cuando por fin pude hablar con mi padre, por primera vez en mi vida, una vez pasado el entierro.

La casa era magnífica, de finales del siglo XIX, estilo victoriano, con cristales tallados que simulaban hojas y plantas extrañas. La conocía por fuera pero nunca durante aquellos veranos había visto salir ni entrar a nadie. Todavía entonces quedaban muchas casas de ese estilo en los pueblos de la zona y, en su origen, habían pertenecido a las familias acomodadas: médicos, banqueros, empresarios y políticos con aspiraciones a gobernador o congresista. Gente seria.

Jordán, heredó la casa a la muerte de su marido. Era una mestiza sin pasado, que había llegado desde Detroit, cuando tenía 14 años, a una casa de acogida y que revolucionó el pueblo. Cuando tenía 15 años conoció a Billy Stahl, hijo y nieto de unos médicos llegados desde Baviera, y se hicieron inseparables. Era el año 55 y lo compartieron todo. Su pasión por el cine, por los éxitos de  Montgomery Cliff, Humprey Bogarth, Hedy Lamarr, la música de Judy Garlan,  Frank Sinatra o Bill Haley & the Comets, por las revistas  Life  y Vogue a las que solo Billy podía acceder.  Compartían también el buen gusto y una innata elegancia  que les llevaba a imaginar vestidos imposibles y a compartir, siempre a escondidas, los pocos vestidos que tenía Jordán y los que Billy robaba a su madre.

Ya entonces, y aunque fueran los felices 50, Pemberville no dejaba de ser un pueblo mojigato y paleto del medio oeste, y cuando los Stahl, empezaron a sospechar que su hijo era homosexual y de que las habladurías en el pueblo eran más fuertes que ellos, vieron con buenos ojos esa especie de noviazgo entre la chica mestiza y su único hijo. Lo que no sospecharon fue que durante los siguientes tres años esa relación entre ellos se hizo más fuerte, una relación principalmente basada en el deseo y la convicción de ambos de que, cumplidos los 18, se fugarían para no volver nunca.

Se fueron a Nueva York con lo puesto, unos cuantos dólares para poder malvivir un primer mes y el convencimiento de no volver jamás.  A los pocos meses, Billy insistió en casarse y celebraron la boda en el Soho, en un estudio de pintura en el que posaban desnudos, rodeados de nuevas modas y gentes entre los que no desentonaban, gentes que no cuestionaban un matrimonio cimentado en el amor, la admiración y una amistad sin fisuras, donde el sexo nunca estuvo presente.  

Sueños cumplidos.

Pasaron algunos años entre Nueva York, Los Ángeles, Londres, Roma y París sin un oficio conocido y con la suerte de cara, invitados la mayoría de las veces por aquellos a los que habían admirado y que terminaron admirándolos a ellos. Entre las fotos que encontré en la casa de Jordán, se les ve a los dos radiantes, siempre acompañados  por caras que en esos días no conocía muy bien pero que luego supe eran de Capote,  Gloria Vanderbilt, Louis Bromfield, Huey Percy Newton o un camaleónico Warhol entre otros, en los que Bill y Jordán aparecían ocupando primeros planos,  hermosos, malditos y reivindicativos sobre las aguas en blanco y negro del mediterráneo, el humo del Birdland o del Hotel Plaza durante el Black and White Ball.

Y no volvieron, hasta que unas fiebres misteriosas se llevaron al Sr. y la Sra. Stahl, y Billy tuvo que volver en diciembre de 1964 para ocuparse, libre de remordimiento, de unos padres de los que no había vuelto a saber nada. Jordán le acompañó y fue entonces, en esas navidades cuando ella conoció a mi padre, Brian Halfhill, 11 años menor que ella. Ella representando todo lo que no había en la granja, ni en todo el extenso y opresivo estado de Ohio. A ojos de ella, él, alguien fuera de todo artificio.

Hay personas que ven pasar su vida desde el lado cobarde, desperdiciando el eterno verano de lo que podría haber sido. Hay personas como Jordán a las que no les importan las consecuencias. Otros, como mi padre, necesitaron llegar hasta el verano del 78 para intentarlo.

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