¡Corten! Nueva York. Estados Unidos

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Una luna roja sobre Manhattan

Así me sentía entonces, con ganas de hacer algo ligeramente autodestructivo a media mañana. Pensaba en la posibilidad de servirme un Martini o algún tipo de cóctel sofisticado y pasado de moda. Poner un vinilo, quizá  «summer wine, strawberries cherries …»,  y sumirme en una plácida depresión y desesperanza, esperando a que me llamara, sabiendo que nunca lo haría o que me si me llamaba, su intención nada tendría que ver con la mía. Pero no llegué a ponerme nada, solo lo pensaba. No tenía el disco de Nancy Sinatra, así que me castigaba con viejos temas de mis bandas favoritas y, recurriendo al cine, me senté en el alfeizar de la ventana, imaginando como las ondas de música tenían que doblar la puerta del salón, recorrer el pasillo, atravesar el dormitorio y llegar hasta mí ya a media potencia, casi un eco en comparación al sonido original que a la vez, en ese mismo momento, tronaba en el salón. Aquello me sobrecogía. Tan amenazadoramente cerca y a mí solo me llegaba un rumor, -como contigo-. Sonaba New Order. Yo seguía allí apoyada, tatareando  “How does it feel to treat me like you do?…”  a la vez que pensaba en esas intenciones tan distintas e idiotas, tan suyas, pensando en que sonara el maldito teléfono o me llegara una señal, esa que hubiera bastado para salvarme.

Central Park: al menos, sentada allí, tenía los árboles.  No tan sublimes como los que hacía unos días contemplábamos juntos cerca de «The Ugly Duck». Puede que solo lo hiciera yo, observar recortada la silueta de unas ramas semidesnudas en el cielo de New York, mientras escuchaba cómo decía sentirse; lo mal y tonto y solo que afirmaba estar. Me hablaba de su vida desperdiciada, de –tooooodas las cosas que habías dejado por hacer-, de renuncias, de sacrificios, sin volverse ni siquiera una sola vez hacia mí para al menos fingir, un poco de… llamémosle, consideración. Aguanté todo aquello sin defenderme, supongo, que al igual que otras veces, respondería a la necesidad tan mía de dejar que alguien me hiciera daño, hasta que se fue. Todavía continué un rato hasta que de la imagen de Hans Christian Andersen solo pude distinguir una negra silueta y volví a casa. A pie, queriendo expiar mis pecados, si es que acaso lo eran.

Fui bajando por la 5th, evité pasar por Tiffany (hubiera sido demasiado), hasta que me desvié en la 47th hasta la Vanderbilt Avenue. Siempre me ha gustado Grand Central y me apetecía una cerveza fría. No se me ocurrió mejor lugar que el Apartamento Campbell, la atmósfera bien densa, la gente trajeada, un sitio que, claro está, él detestaba, y que me pareció el mejor sitio para ordenar mis pensamientos, para trazar una estrategia. Salí de allí fortalecida.  Al pasar por Bryant Park me alegré de no haber estado allí nunca con él, que la ciudad me ofreciera lugares vírgenes suponía tenerla de mi lado. En la pantalla del cine de verano, Woody Allen y Diane Keaton espiaban por la mirilla a su vecino. Consideré la posibilidad de recurrir al asesinato y me eché a reír. También fui consciente de que estaba desviando mi camino, de que mis pensamientos seguían descolocados y de que de mi recién entereza no quedaba nada.

Me dolían los pies al llegar a Greenwich Village. Pensé que era el momento perfecto para pasarse por Bleecker Street Records y de paso tomarme otra copa. La tienda seguía abierta, me habría comprado todo, pero salí de allí solo con el  “Blue Monday 1988” y un single de 1963: «Walk on by», cantado por una Dione Warwick en plena juventud. Una pequeña joya muy cara que no podía acompañarme mejor aquella noche. Con su, if you see me walking down the street / And I start to cry each time we meet / Walk on by, walk on by  en mi cabeza seguí mi  camino. Ya no me apetecía tomarme nada, al menos no en un lugar rodeada de gente, así que pensé que lo mejor era comprarme algo y sentarme a tomarlo en un lugar tranquilo. Mis pies lo necesitaban más que mi ánimo. Me quedé un rato en City Hall Park con mi ridícula Budweiser 0% todo,  sin rastro del bullicio de los ejecutivos del sector financiero. Un lugar tan triste como yo a esas horas. Lo de caminar hasta casa empezó a parecerme mala idea, pero por otro lado estaba ya casi en la parte final y me habría sentido peor de no haber cumplido mi palabra. Podría haberlo hecho: coger el metro y plantarme allí en menos de 45 minutos, dejarme de alegorías y volverme práctica, pero me levanté y seguí por Frankfort Street hasta llegar al Puente de Brookling. Si nunca lo has cruzado andando, entonces es difícil entender lo que se siente. Hay que hacerlo de noche, dejando atrás los millones de luces que se reflejan en el East River. Caminas y sabes que la ciudad está ahí, repleta de torres como órganos vitales, de venas y arterias que has recorrido hasta llegar allí mientras que ves frente a ti al hermano mediano y envidioso que es Brookling. Entonces es inevitable darse la vuelta y contemplarla, sobrecogerse por su grandeza, quedarse incluso extasiado. Pero no aquella noche. Quise caminar sin mirar atrás en un acto absurdo al que quería dotar de un conocido y tonto simbolismo. Varios turistas me preguntaron si quería hacerles una foto, me hice la loca o les dije que no, contribuyendo así a la mala reputación que tenemos los neoyorkinos. Estuve a punto de ser atropellada por dos o tres ciclistas que me soltaron sus correspondientes, asshole,  fuck you or what the fuck, que agradecí internamente y,  malhumorada,  llegué hasta el segundo arco, donde me di cuenta de que todos miraran hacía arriba e iban hacia Manhattan. Sin duda había más gente que cualquier otro día y cruzar el dichoso puente se me hizo eterno y casi insoportable. Para cuando terminé no quedaba ni rastro del walk on by en mi cabeza y tenía hambre. Me di la vuelta, otra auto promesa incumplida, y vi una enorme luna roja sobre el centro de Manhattan. Solo entonces entendí el ajetreo que había en el puente. Haberme pasado la noche de espaldas al eclipse me hizo odiarlo aún un poco más. Tener los pies destrozados y haberme gastado casi 150 dólares en los vinilos por su culpa, me resultó imperdonable.

Hasta aquella mañana, días más tarde, en la que la furia de la noche roja se había transformado en desesperanza y, cuando llevaba ya un rato sin escuchar nada, solo el ruidillo sucio que salía de los bafles, sonó el teléfono. Corrí para cogerlo. En la carrera tropecé con su bolsa de tenis y caí. Noté cómo el filo de la puerta atravesaba mi frente y del corte salía abundante sangre. Me levanté aturdida e instintivamente me llevé la mano a la brecha. Por mi cara corría un hilo de sangre cada vez más caudaloso que fue dejando un rastro hasta el salón. Nunca odié tanto tener un espejo justo al lado del teléfono y nunca odié tanto su manía de no llamarme al móvil, de dejarlo todo tirado en el pasillo. El disco de la Warwick estaba allí, un goterón rojo cayó hasta tapar su cara y parte del título.  Con esos sentimientos, el vinilo desvalorizado en una mano, y ensangrentada, descolgué el teléfono.

 

 

 

 

 

Para saber más. Recorridos de película y otros cuentos en Nueva York.

http://www.centralparknyc.org/things-to-see-and-do/attractions/hans-christian-
andersen.html

https://www.thecampbellnyc.com/

https://bryantpark.org/

https://www.newyorkando.com/greenwich-village/

https://www.nuevayork.com/brooklyn-bridge-en-nueva-york/

 

 

 

 

 

 

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Un comentario sobre “¡Corten! Nueva York. Estados Unidos

    Roy De Mur escribió:
    23 enero, 2019 en 8:07 pm

    Nice!!! Como siempre. Como todos tus relatos

    Me gusta

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