Adiós Capitales de Provincia. España

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Dos minutos diez

Voy corriendo hacía el final de la calle, hacia el mismo sitio donde quedábamos siempre, donde siguen los tres árboles, los únicos que había, la cabina de teléfono, ahora muerta, y un par de bancos de granito que alguien puso allí de cualquier modo. Acabo de pasar la tienda de ultramarinos, cerrada desde hace tiempo, sobres de peta-zeta, regalices, fosquitos, junto a los sacos de legumbres y los botes de colón, acelgas, jamón de york, atún en conserva, el olor a bacalao seco y salado que impregnaba la tienda ¡buen genero señora! el Señor Sebas sigue diciendo en mi cabeza. Creo que ni entonces llegaba hasta aquí en tan poco tiempo. Tengo la impresión de que hoy lo he hecho en apenas unos segundos y todo, todo porque ya has llegado y tengo unas ganas locas de verte. Y pasada la tienda, donde antes solíamos vernos porque hay un falso callejón, he mirado de reojo y me ha parecido que todavía seguíamos allí los dos jugando, cambiándonos cromos, las bicis tiradas en el suelo, aburriéndonos a la hora de la siesta primero para después fumar nuestros primeros cigarros y pensar en salir de allí, pensar en aquel futuro que entonces quedaba tan lejos. Y ya lo vas a ver, nadie ha invertido en la calle, parecería la misma si no fuera porque no hay ni rastro de la gente de antes, claro tú no estabas cuando Raúl y Candi se marcharon ni Merche que también se fue, ni Felipe que murió y del que no quiero acordarme, y Juan Antonio, nuestro eterno enemigo, el único que al marcharse me alegré, el barrio le parecía poco, todos le parecíamos poco, éste que nunca se juntó con nosotros de niños y en los primeros años de nuestra adolescencia siguió con aquella actitud chula y distante, y tú y yo cuando le veíamos pasar, sus manos en los bolsillos del pantalón de pana fina, riéndonos de sus andares de quien te perdona la vida, a éste me lo imagino también ahora, como tú y yo, pasados los cuarenta.

Ya casi llego pero no te veo, tengo que enseñarte esto, justo aquí al otro lado de la acera, donde, a falta de aerosoles, grabábamos como podíamos, y aquí siguen desfigurados y sin color nuestros nombres, citas, restos de calcomanías, en estos tablones de madera que ciegan el local que nunca he visto alquilado, siempre cerrado y mal tapiado como un siniestro adelanto de lo que le iba a suceder a la calle y a todo el barrio. Ya lo vas a ver, todo casi cerrado, ni droguería, ni la pescadería de la Nati, cerraron hasta la farmacia y solo ha sobrevivido el bar, ya decrepito entonces, y la vieja frutería, los herederos la han conservado, y como entonces la fruta mala, picada y cara y el pan seco. También han muerto los viejos, que ya eran viejos entonces, pero los de ahora casi no salen a la calle. Y seguro que te acuerdas de Alfonsita, siempre sola y de charla con los vecinos desde la ventana de su casa o sentada al atardecer de los veranos en una silla que sacaba al portal de su casa, ese portal oscuro de nuestros primeros besos. Sus hijos emigrados que llegaban los veranos y repartían chocolatinas y Alfonsita,tan buena, que todos los años nos guardaba el chocolate suizo solo a nosotros dos, aquellas meriendas de invierno en el cuarto de estar de su casa cuando al chocolate le había salido una capa blanca y estaba un poco raro. Todo esto también cerrado. Llego jadeando y sudado a la puerta de la que era tu casa, ¡Dios cómo me gustaba el olor de nuestros cuerpos sudados!, de olor a juegos de la calle primero y luego de olor del primer amor más deseado. Y me veo sentado, temblando, en el escalón del portalón  de la planta baja de tu casa, donde la mayoría de las veces te esperaba. La única casa que me hubiera gustado permaneciera igual, que se hubiera cerrado con todos nuestros encuentros dentro y recrearme abrazado algún día en ella. Siempre esperé poder comprarla o que tú la recuperaras y ver nuevamente tu habitación, la colcha de cuadros  y en donde estuvo el del sistema solar, el póster de los Smiths, y  en la vieja estantería que ocuparon los cubos de soldaditos de nuestra infancia  puedo ver  como se caen ahora los cassetes que, apilados en inestables torres, terminaban desparramados por el suelo,  y  puedo oir a tu madre gritándonos que qué hacemos, que bajes a cenar ya, tus padres que nunca me invitaban a quedarme,supongo que sospechando. De las pocas casas que alguien compró, de las pocas que siguen habitadas. Me freno en seco y te veo. Han pasado casi veinticinco años. A mitad de curso, sin aviso, a tu padre le traslada el banco o eso nos dicen,creo más bien que alguien les ha debido decir algo, alguien nos ha visto o intuye o que se yo, pero te vas, y a tu padre, le estoy viendo ahora, con sus ojos de asco mirándome el último día que me paso a buscarte y, te has ido, me dice, para no volver. -“Adiós”-.  y cierra el portalón. Adiós a todo sin más, sin despedidas, sin promesas. Me quedé allí gritándole a tu viejo que me diera un teléfono, una dirección y lo vi por última vez en el balcón escupiéndome su odio:-¡Cállate maricón!.

Hasta hace un par de días que me has llamado y he venido corriendo olvidando el silencio de todo este tiempo. El tiempo, Héctor, que te ha tratado mal, no veo ahora por ninguna parte ni el pelo largo ni tu cuerpo atlético, ni tu sonrisa franca, nada de el de entonces. El tiempo tan injusto. Estás incómodo, tenso, en tu mirada hay vergüenza y tristeza. A tu lado, Juan Antonio, mirándome con cara de triunfo e igual que antes, con las manos en los bolsillos, desafiante. Y no puedo adivinar que me dice su mirada y me doy cuenta de que no me importa. Cojo aliento y pienso que ahora sí va a ser la última vez que nos veamos y sigo corriendo calle arriba.

 

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2 comentarios sobre “Adiós Capitales de Provincia. España

    Soraya escribió:
    1 enero, 2016 en 5:10 pm

    Destila melancolía. Puedo ver esa tienda de ultramarinos y me dan ganas de correr para poder jugar con vosotros….

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    Jose escribió:
    17 enero, 2016 en 8:12 pm

    Genial descripción del barrio.

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