La Gran Cierva. Caballos de Kirguistán

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«Mucho tiempo atrás, cuando los hombres ni siquiera habían pensado en poder domesticarlos, las manadas de caballos dominaban los valles y montañas de Kirguistán.
Protegidos y libres pastaban en las extensas praderas de toda Asia Central sin mayores peligros que los lobos y los fríos inviernos. Habían llegado hasta allí procedentes de las estepas del norte del Cáucaso huyendo de un largo periodo de sequias que a punto estuvo de acabar con ellos. Fue durante esa travesía cuando Ulukbubul quedó preñada y, a los casi once meses de su gestación, en un amanecer frío y de luna creciente, nació una potranca escuálida y asustadiza.
Minutos después del parto mientras Ulukbubul lamía a su pequeña, creyó ver a una gran cierva que desde lejos les observaba serenamente. Le extrañó su presencia en las pobres orillas del Amu Daria y pensó que quizá era ella quien guiaba a los suyos hacia tierras más prósperas. Quiso entonces que al menos su cría tuviese parte de la fuerza y del majestuoso porte de la cierva, por lo que decidió llamarla Maral.
Nadie en la manada pensaba en que aquella criatura pudiera sortear las tierras sedientas del Kizylkum, y que, aunque permanecieran junto a las aguas del Gran Río, donde la hierba crecía antes de morir en las arenas, sobreviviera a la escasez de pastos. Fue la determinación del grupo la que les condujo hasta que pudieron ver como los picos nevados de la cordillera del Tian Shan se alzaban en el horizonte.
Cuando habían pasado muchas lunas, solo 20 caballos llegaron al valle. Entre ellos se encontraba una huérfana Maral, convertida en una esbelta y fuerte yegua. No faltaba la hierba, ni el agua. El primer invierno estuvieron a refugio mientras las cumbres se volvían blancas, le precedió una primavera reluciente cargada de alfalfa, bromo y timotea, un verano feliz junto al lago Son Kul y un otoño húmedo que anunciaba que pronto volverían las nieves.
La manada fue creciendo en número en los siguientes años. Maral se convirtió en otra madre más de la manada. Los potros y potrancas crecían protegidos, escuchando la historia de supervivencia durante la gran travesía, confiados de estar a salvo en una tierra abundante y generosa.”
– ¿Qué sucedió entonces Aissuluu?
Aissuluu bajó los ojos, ladeó la cabeza y continuó narrando:
«Al principio no dieron importancia a que aquel verano fuese un poco más seco de lo habitual, ni de que apenas lloviese en el otoño, pero empezaron a temerse lo peor cuando el invierno fue cálido y las nieves no aparecieron.
Las praderas se empezaron a secar y se tiñeron de manchas pardas. Los caballos apenas tenían músculo, las crines y colas perdían cada vez más pelo. Las madres no tenían leche que dar a sus crías. Solo Maral seguía manteniendo una fuerza que a finales de la primavera empezaron a sentir como algo sobrenatural. Poco a poco fue amamantando a todos los potrillos del rebaño y, como líder de la manada, puso rumbo a un nuevo destino en el que una vez más pudieran sobrevivir. No podían galopar, se movían a un ritmo lento y agónico mientras bajaban serpenteando las laderas en busca de cualquier lugar en que mantenerse vivos un día más.
Una noche de luna menguante llegaron hasta una humilde cascada. Estaban exhaustos. El caudal daba nacimiento a un arroyo junto al que crecía hierba fresca. En él descansaban otros rebaños famélicos llegados desde otros valles. Las yeguas lloraban al ver como sus pequeños desfallecían por su falta de leche. En esa oscuridad, Maral escaló hasta el nacimiento de la cascada. Sabía que no podría amamantar por sí misma a todos esos potrillos, que de alguna manera la supervivencia de los suyos dependía de que lograran poder ver de nuevo el amanecer. Relinchó con todas sus fuerzas. Volvió a relinchar para despertarles a todos, para que acudieran a su llamada. Desde lo alto, de sus ubres emanó tanta leche que transformó la cascada y el arroyo en una corriente de esperanza y vida. A lo lejos vio que se acercaba una Gran Cierva observándola con orgullo.
Al amanecer Maral apenas se tenía en pie, pero aún le quedaban fuerzas para poder ver como los potrillos seguían bebiendo de su leche. Sucedió entonces que la cascada se abrió en dos, la Gran Cierva salió de ella y ordenó a Maral que se acercara. Tras el agua vio una cueva fresca y tranquila en la que poder descansar.
Desde aquella noche Maral pasaba los días dormitando en la cueva, de la que salía a la caída del sol para, durante las noches, seguir amamantado, tanto a los rebaños que veía en el pequeño cañón formado por el río, como a todos aquellos caballos salvajes de Asia Central que necesitaran su ayuda.»

Aissuluu, respiró hondo y señaló la cascada.

– Cuenta la leyenda que Maral, madre de todos los caballos del mundo, sigue habitando en esa cueva. Cuando el sol se pone se la oye relinchar en el valle y algunos afirman haberla visto sobre la cascada dando de mamar al río para que ningún potrillo vuelva a estar en peligro. Muchos piensan que las espumas blancas que vemos ahora, junto a aquellos matorrales o entre aquellas piedras, no son más que burbujas de aire formadas por la fuerza de las aguas. Pero si miráis con atención, y os atrevéis a probarlas, os daréis cuenta de que algún potro olvidó beber o estaba lo suficientemente lleno como para que ahora podamos ver la leche que Maral continua regalándoles.

– La historia de la supervivencia de Maral y de todos los caballos depende ahora de nosotros, de seguir manteniendo viva su proeza.
Aissuluu y su grupo emprendieron el camino de vuelta. Hubo más de un atrevido que lavó sus manos y probó las aguas blancas, lo que le provocó una sonrisa.
Antes de torcer, y perderlo de vista todo, se detuvo.

– Pero, sabéis qué? Lo que os acabo de contar solo puede ser recordado y narrado frente a esta cascada. En cuanto salgamos al camino lo habremos olvidado.

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