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La Gran Cierva. Caballos de Kirguistán

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«Mucho tiempo atrás, cuando los hombres ni siquiera habían pensado en poder domesticarlos, las manadas de caballos dominaban los valles y montañas de Kirguistán.
Protegidos y libres pastaban en las extensas praderas de toda Asia Central sin mayores peligros que los lobos y los fríos inviernos. Habían llegado hasta allí procedentes de las estepas del norte del Cáucaso huyendo de un largo periodo de sequias que a punto estuvo de acabar con ellos. Fue durante esa travesía cuando Ulukbubul quedó preñada y, a los casi once meses de su gestación, en un amanecer frío y de luna creciente, nació una potranca escuálida y asustadiza.
Minutos después del parto mientras Ulukbubul lamía a su pequeña, creyó ver a una gran cierva que desde lejos les observaba serenamente. Le extrañó su presencia en las pobres orillas del Amu Daria y pensó que quizá era ella quien guiaba a los suyos hacia tierras más prósperas. Quiso entonces que al menos su cría tuviese parte de la fuerza y del majestuoso porte de la cierva, por lo que decidió llamarla Maral.
Nadie en la manada pensaba en que aquella criatura pudiera sortear las tierras sedientas del Kizylkum, y que, aunque permanecieran junto a las aguas del Gran Río, donde la hierba crecía antes de morir en las arenas, sobreviviera a la escasez de pastos. Fue la determinación del grupo la que les condujo hasta que pudieron ver como los picos nevados de la cordillera del Tian Shan se alzaban en el horizonte.
Cuando habían pasado muchas lunas, solo 20 caballos llegaron al valle. Entre ellos se encontraba una huérfana Maral, convertida en una esbelta y fuerte yegua. No faltaba la hierba, ni el agua. El primer invierno estuvieron a refugio mientras las cumbres se volvían blancas, le precedió una primavera reluciente cargada de alfalfa, bromo y timotea, un verano feliz junto al lago Son Kul y un otoño húmedo que anunciaba que pronto volverían las nieves.
La manada fue creciendo en número en los siguientes años. Maral se convirtió en otra madre más de la manada. Los potros y potrancas crecían protegidos, escuchando la historia de supervivencia durante la gran travesía, confiados de estar a salvo en una tierra abundante y generosa.”
– ¿Qué sucedió entonces Aissuluu?
Aissuluu bajó los ojos, ladeó la cabeza y continuó narrando:
«Al principio no dieron importancia a que aquel verano fuese un poco más seco de lo habitual, ni de que apenas lloviese en el otoño, pero empezaron a temerse lo peor cuando el invierno fue cálido y las nieves no aparecieron.
Las praderas se empezaron a secar y se tiñeron de manchas pardas. Los caballos apenas tenían músculo, las crines y colas perdían cada vez más pelo. Las madres no tenían leche que dar a sus crías. Solo Maral seguía manteniendo una fuerza que a finales de la primavera empezaron a sentir como algo sobrenatural. Poco a poco fue amamantando a todos los potrillos del rebaño y, como líder de la manada, puso rumbo a un nuevo destino en el que una vez más pudieran sobrevivir. No podían galopar, se movían a un ritmo lento y agónico mientras bajaban serpenteando las laderas en busca de cualquier lugar en que mantenerse vivos un día más.
Una noche de luna menguante llegaron hasta una humilde cascada. Estaban exhaustos. El caudal daba nacimiento a un arroyo junto al que crecía hierba fresca. En él descansaban otros rebaños famélicos llegados desde otros valles. Las yeguas lloraban al ver como sus pequeños desfallecían por su falta de leche. En esa oscuridad, Maral escaló hasta el nacimiento de la cascada. Sabía que no podría amamantar por sí misma a todos esos potrillos, que de alguna manera la supervivencia de los suyos dependía de que lograran poder ver de nuevo el amanecer. Relinchó con todas sus fuerzas. Volvió a relinchar para despertarles a todos, para que acudieran a su llamada. Desde lo alto, de sus ubres emanó tanta leche que transformó la cascada y el arroyo en una corriente de esperanza y vida. A lo lejos vio que se acercaba una Gran Cierva observándola con orgullo.
Al amanecer Maral apenas se tenía en pie, pero aún le quedaban fuerzas para poder ver como los potrillos seguían bebiendo de su leche. Sucedió entonces que la cascada se abrió en dos, la Gran Cierva salió de ella y ordenó a Maral que se acercara. Tras el agua vio una cueva fresca y tranquila en la que poder descansar.
Desde aquella noche Maral pasaba los días dormitando en la cueva, de la que salía a la caída del sol para, durante las noches, seguir amamantado, tanto a los rebaños que veía en el pequeño cañón formado por el río, como a todos aquellos caballos salvajes de Asia Central que necesitaran su ayuda.»

Aissuluu, respiró hondo y señaló la cascada.

– Cuenta la leyenda que Maral, madre de todos los caballos del mundo, sigue habitando en esa cueva. Cuando el sol se pone se la oye relinchar en el valle y algunos afirman haberla visto sobre la cascada dando de mamar al río para que ningún potrillo vuelva a estar en peligro. Muchos piensan que las espumas blancas que vemos ahora, junto a aquellos matorrales o entre aquellas piedras, no son más que burbujas de aire formadas por la fuerza de las aguas. Pero si miráis con atención, y os atrevéis a probarlas, os daréis cuenta de que algún potro olvidó beber o estaba lo suficientemente lleno como para que ahora podamos ver la leche que Maral continua regalándoles.

– La historia de la supervivencia de Maral y de todos los caballos depende ahora de nosotros, de seguir manteniendo viva su proeza.
Aissuluu y su grupo emprendieron el camino de vuelta. Hubo más de un atrevido que lavó sus manos y probó las aguas blancas, lo que le provocó una sonrisa.
Antes de torcer, y perderlo de vista todo, se detuvo.

– Pero, sabéis qué? Lo que os acabo de contar solo puede ser recordado y narrado frente a esta cascada. En cuanto salgamos al camino lo habremos olvidado.

Viajes que hice y no hice. Fez.

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Sukram baby


Pasé tres tardes, qué bien pudieron ser tres siglos, atrincherado en la azotea de un apartado Riad de Fez. Atrapado como un djinn sediento de libertad, maquinando trampas para aquellos que osaran a concederles un deseo.

Pasé amaneceres, atardeceres y noches a las que llegué tras atravesar campos verdes de alfalfa y me quedé allí, bajo unas chispas de agua que no llegaron a mojar nada. Sin convertirme en el gran genio de la lámpara, siendo una cabeza desproporcionada e independiente, sin importarme demasiado cuál sería el siguiente paso a dar.

No puedo afirmar que llegué a darlo, que permanecí para siempre en esa torre fortaleza de la que me había apoderado. Tampoco puedo asegurar que descendiera y, sin arrepentimiento, echase a correr por cualquiera de los 9000 callejones de esta Medina y me perdiera.

Más lejos, siempre id más lejos. Egipto

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Para la gente que hace Raaa Paa Pa Pa

¿Es la vida un presente griego o un pasado egipcio?  Trataba de resolverlo entre jeroglíficos imposibles de descifrar, siendo plenamente consciente de mi visión superficial, enfocada en la belleza y misterio de lo que nos rodeaba, un poco enrabietada porque no entendiésemos, por nuestro desconocimiento: ¿Quién es este dios? ¿En qué batalla capturaron a esos esclavos? ¿Dónde se esconde tu sombra, Sheut? ¿Puede el amor de Ramsés conceder la vida eterna a Nefertari? Sí. Días más tarde: ¿Llevaría Moisés a su pueblo por los cañones blancos del Sinaí buscando sombra?

La felucca se deslizaba lenta y silenciosa, todos dormían o se hacían los dormidos. Iba pensando: ¡qué les den a los emuladores de Agatha Christie!, que en el tren deseaba haber tenido, en el compartimento-litera de al lado, a un recolector de navajas, que me habría gustado que se hubiera producido un intento de asesinato por parte del Poirot de turno, que el crimen no tuviera graves consecuencias, en tener yo su llave maestra para que pudiésemos saltar: un, dos, tres, ahora, inmersión…. agárrate a la cuerda que nos lleva la corriente del Nilo, vuelve a engañarnos trilero, roza el cielo con las yemas de los dedos mientras bailas esquivando la vela. Lee un libro Sapiens: de animales a dioses, como nosotros. Y en la noche: espinas en las manos para conseguir fuego, hielo limpio, canciones inocentes de campamento. Sigo tumbada y acaricio el agua.

Esta no es la manera de empezar un relato. Desorden y frases inconexas. Pensamientos que circulan sin mirar, a punto de chocar. Atención, prohibido adelantar, curva, curva, curva, atascados por momentos hasta encontrar el atajo para salir del atasco de la vía de circunvalación que me impone lo establecido. Mejor improvisar y llegar más lejos.

El relato empieza en el interior de una pirámide, la primera. A gatas, a oscuras, nos faltaba el silencio, nos sobraba la imaginación: el interior de todos los interiores, mal ejecutado según los expertos, un pasadizo infinito con la fortuna de no saber dónde ni cómo acababa. La historia continúa, tumbados en sarcófagos que te quieren matar y provocan un conflicto guía-policial y de ahí, y antes, alfombras polvorientas bajo la cúpula total que es Old Cairo, y de ahí, y después, billones de neutrinos que profanan nuestras cámaras secretas.

Uno se siente mareado ante la inmensidad del desierto. Pocas veces he visto tal orgía de colores, de formas, parecen estáticas en el lecho marino, ¡60 millones de años nos contemplan! Fósiles de criaturas que, 30 millones de años después, renacen de nuevo. Me quedo allí observando cómo os movéis: recto y a la izquierda, luego a la derecha para llegar, por separado, a un atardecer anaranjado, blanco, violeta, amarillo, verde, rojo, azulado y negro, toda esa gama casi a la vez no puede ser posible, pero lo es. Desierto demencial que nos une y separa según su antojo, multiplicando el espacio y el tiempo al son de música beduina. تلك السحابة تحت كوكبة الجبار ، تبدو كضربة فرشاة للآلهة– Cada cual que cierre los ojos y lo vea de nuevo, no puedo escogerlo por vosotros.

Viajero, si vas a Abu Simbel no te duermas en el camino, si quieres vivir un espejismo continuo no duermas, verás piedras flotar y al llegar, hazlo al ritmo que se marque el conductor, luego toma un barco y no sueñes, es verdadero, aunque no lo parezca y, al volver a Asuán que no te detengan los alacranes ni serpientes. De nuevo calles polvorientas sin asfaltar en la Isla Elefantina, la vida real, la gente real, los olores reales, la suciedad real, la belleza real que no puede ofrecer, en su otra realidad, el Old Cataract Hotel y sus huéspedes que no hacen Raa Pa Pa Pa. Viajero, si vas allí, ponte antiguos o nuevos temazos, canta y baila en la cima de una embarcación milenaria a la luz del Mausoleo de Aga Khan.

De vuelta a la felucca, duérmete o hazte el dormido, aquí sí, porque hay distintas ventanitas enmarcadas por una celosía que transforma la orilla en cuadros vivientes: un anciano en un burro, caballos pastando, un brazo que nos saluda, alguien ha pescado, unos críos juegan al balón, se está poniendo el sol Hatshepsut. Despierta y observa que en tan poco espacio cabe un submundo que lo guarda todo, una zona terrenal donde acampan las valkirias y los ejércitos de Akenatón y un paraíso en el que poder ponerse de pie, tumbarse horas al sol sin quemarse las canas e improvisar una fiesta más. Y de haber sido posible, de haber tenido la llave maestra,  hubiéramos saltado desde la cubierta  para seguir el movimiento, con los ojos, que no con el pensamiento, de los peces león, de las criaturas que no puede dominar Barbarossa, de los monstruos que, quién sabe si en 30 millones de años, deslumbrarán con sus dientes fosilizados  a un grupo de amigos que se quieren-odian por momentos menos cuando son los amos absolutos y hacen bailar, al ritmo de una Sakara, a toda la Calle Egipcia* de ese otro templo llamado Cap D’Or porque la vida es ESE momento presente sin maldiciones,  saliendo ilesos para, contra todo pronóstico, llegar a un aeropuerto.

*La Calle Egipcia son mis queridísimos amigos y los mejores espectáculos de luz y sonido nocturnos, asociación de palabras espacio temporales, en castellano, unas palabritas en catalán 21 días después, paz sin móvil bajo la luz anaranjada, el gran truco, del globo al camello pasando por bautismo en el mar rojo, los típicos atrapa sueños egipcios, cariño no te pierdas y empieza a sobrevalorarte.

* La Calle Egipcia es también: los diversos Mohamed, Mustafas, Ahmeds,Khaled, el crazy driver de pillar, el driver que lo empezó todo, el elegante nubio silencioso, Tagrid, Taisoncito, Ali, los 2 Bob Marleys, JJ Jamaica, el escocés y su cheap amigo, Pirañita, las vendedoras de pulseras omnipresentes, Ehsan y su pañuelo, los distintos masbutas y seeeda tocapelotas, las mujeres de Navarra,  los vendedores de gramófonos, Aladino, los camareros sin nombre, los beduinos del desierto, la tripulación de la felucca, los desconocidos …  y el Drinkis.

Porque siempre hay que ponerle una Banda sonora a nuestra existencia:

Rigoberta Bandini, Too Many Drugs: https://www.youtube.com/watch?v=xgE4TgXBeYQ

Oka Wi Ortega, Dala3 Banat  https://youtu.be/wKvBfdhPLu8 

 Jowel Randy, Kiko El Crazy,  Se acabó la cuarentena https://www.youtube.com/watch?v=YNR0mFufPsE

Um Kulzum https://youtu.be/gvmNKBAUHFo?list=OLAK5uy_knp6uPVzVCDkztMploIULt8gg4u9Yddfo&t=1604

La Ruta: El Cairo-Dahshur-Saqqara-Giza-Agabag Valley-White Desert-Luxor- Philae Temple-Abu Simbel-Aswan- Daraw- Kon Umbo- Edfu- Luxor- Sharm El Sheik-White and Coloured Canyon Sínai- Dahab- Sinaí Mountain- El Cairo

¿ Cómo conseguir entradas para ahorrar dinero y poder entrar en todas las pirámides, templos, museos, tumbas, etc? Gestiona El Cairo Pass (duración de 5 días) en el Museo de El Cairo. Precio= 100 USD. Guarda el Pass y a tu llegada en Luxor, En Karnak, puedes hacer el Luxor Premium Pass que da acceso a todas las tumbas. Con el Cairo Pass hacen un descuento del 50% en este Pass y pagarás 90USD, igualmente tienes 5 días para utilizarlo.

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¿Cómo ir a la zona del White Desert? Hay muchas empresas que lo hacen pero recomiendo hacerlo con empresas especializadas en la zona, te ahorrarás el intermediario. Los mejores son Western Desert Tours, agencia local en Bahariya con años de experiencia que se adapta a lo que necesites. Los conocimientos del terreno de este equipo van más allá y tanto sus coches, tiendas, equipo, comida etc, te garantizan el mejor viaje y experiencia en uno de los lugares más bellos del mundo.

https://www.westerndeserttours.com/

Navegación en faluca. Otra de las mejores experiencias que podrás tener en Egipto. Puedes navegar a un precio muy bajo en una de las embarcaciones más alucinantes del mundo, sin motor, disfrutando de toda la majestuosidad del Nilo y de los templos y pueblos que hay en su orilla. Perfecta la organización y hospitalidad de JJ Jamaica, su faluca ofrece todas las comodidades, siempre está limpia, la comida es excelente y la tripulación es muy profesional y cercana.

https://www.facebook.com/JJJamaicaFelucca/

Actividades en Dahab. Si te acercas hasta la Península del Sinaí, uno de los mejores sitios donde quedarse en Dahab- El pueblo tiene un encanto especial, mucho más auténtico, tranquilo y pequeño que Sharm el Sheik y además ofrece muchísimos puntos tanto para hacer snorkel, submarinismo, Kitesurfing etc. También está situado más cerca de los increíbles White and Coloured Canyon, no dejes de visitarlos, así como del Monasterio de Santa Catalina y del Monte Sinaí. Una agencia local que ofrece muy buenos precios y servicios es Dahab Days Tours.

https://www.dahabsafari.info/

Los veranos pasan.Ohio

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Y nunca volveríamos a Ohio

Cualquier niño que viva en Santa Bárbara, pasaría los veranos en interminables días de playa y con suerte en las aguas de su piscina privada. Así fue para mí, mañanas en la piscina de nuestra casa unifamiliar, clase media americana, tardes de arena y sal cuando mi madre volvía a casa del trabajo. Así fue hasta que cumplí los ocho años, cuando Stella tenía 6 y en el verano del 78 se acabaron las olas y el olor a cloro.

Meses antes, justo después de la Navidad, mis padres nos dijeron que se divorciaban y que mi padre, al que como cualquier niña de esa edad idolatraba, se marchaba a Ohio. Se había hecho cargo de la granja familiar, una granja y una familia que hasta entonces desconocía y Ohio, era un lugar del que no sabía nada y que, en mi cabeza, quedaba muy lejos. Un lugar frio y sombrío.

Sin consultarnos, acordaron que a partir de entonces pasaríamos los veranos en Pemberville, un pueblo pequeño del noroeste del estado. Los primeros meses no creímos que realmente aquello fuera a pasar y llevamos el divorcio lo mejor que dos crías de esa edad podían: sin histerismos ni dramas, sin traumas ni depresiones. Ignorándolo. Lo cierto es que el ambiente en casa mejoró bastante y, sin ser conscientes de ello, probablemente nos sentimos aliviadas.

Pero al llegar junio, y ante lo que de pronto se volvió una realidad ineludible, la cosa cambió. Rechistamos y estuvimos sin hablar a mi madre durante las tres semanas anteriores, hasta que llegó el día en que nos dejó en el aeropuerto, a cargo de una azafata de American Airlines, y toda nuestra furia se convirtió en un llanto que mi madre trato de zanjar con un: “la culpa de todo la tiene vuestro padre”, que no hizo sino empeorar las cosas.

Las casi cuatro horas de avión las pasé consolando a Stella, lo que, sin duda, fue mi primer acto de madurez y un primer paso a la vida adulta, una vida adulta progresiva que aparecería ante mí todos esos veranos, sin que yo me diera cuenta.  En aquel primer vuelo, le prometí a mi hermana que nunca volveríamos a Ohio, algo que por supuesto no estaba en mis manos y se escapaba al poder de mis únicos 8 años.

“Pemberville. 18 de junio de 1978. La granja huele mal. Llegamos ayer. Tengo 11 picaduras de mosquitos. Mamá te odio”, escribí en una especie de diario. “Papá ha engordado y le sienta bien, pero sigue siendo el mismo: hermético, misterioso, guapo y excesivamente tolerante con nosotras”. Esa última frase la había copiado de mamá, porque entonces “ser hermético” y “tolerante” era algo que yo desconocía pero que se lo había oído decir muchas veces a nuestra madre, cuando hablaba por teléfono, desahogándose con sus amigas y hermanas, y creía que nosotras no estábamos cerca, siempre, escuchando.  

La granja había sido su casa hasta que huyó de allí a los 20 años. De mi familia, abuelos, tíos, primos, no quedaba nadie o eso es lo que me pareció durante los siguientes siete veranos. Por supuesto incumplí mi promesa y volvimos cada año a los veranos verdes de Ohio en los que poco a poco descubrimos lo siguiente:

Verano del 78: Cuando el sol se pone, miles de luciérnagas aparecen en los campos de maíz y de soja. Forman nubes de luces intermitentes y doradas entre los maizales. Sobre la hierba de los jardines lucen de manera menos intensa, los niños las cogen y las meten en botes de conserva. Algunos botes tienen la tapa agujerada, otros no. Algunas mueren asfixiadas, emitiendo una última luz más brillante en un último intento de comunicarse, una señal de socorro desesperada. Lo odio. Prefiero verlas ir subiendo libres hacia las ramas de los árboles según se hace de noche y ver como el árbol parece decorado. A las dos horas el espectáculo termina y te das cuenta de que los mosquitos te han acribillado. Aun así, vuelves a la noche siguiente.

Verano del 79: Si te levantas temprano y te vas al bosque puedes ver ciervos. Y eso es lo que hacemos casi todas las mañanas. Caminamos hasta allí y nos quedamos en silencio en un lugar hasta que pasa alguna hembra con su cría. Un día tras otro durante casi dos meses vamos al bosque. Durante el día estamos solas al cuidado de una mujer mexicana que no habla inglés, aprendemos a decir “ahorita” y a santiguarnos.

Verano del 80: A las cuatro de la tarde, con un calor aplastante y mientras estoy en el porche dormitando pasa un chico en bici, va cantando una canción. Pasa y vuelve a pasar muchas veces. La canción se llama Bicycle y nunca la he oído antes: “bicycle, bicycle, I want to ride my bicycle, I want to ride my bike…”. El chico se llama Tom y se convierte en mi primer amigo. Tiene doce años. Aquel verano decido que quiero ser  Fredy Mercury.

Verano del 81: Mi padre por fin ha comprado una piscina. De esas redondas en las que te tienes que subir por una escalera. Los veranos empiezan a mejorar. Por fin tengo amigos, mayores que yo.  Saltamos desde las ramas del castaño sin que nunca nos pasé nada. A veces Stella sobra, y la dejo sola en el salón viendo la tele mientras nosotros deambulamos por el pueblo aburridos o llegamos hasta las vías del tren para hacer equilibrios o poner la oreja sobre las vías.

Verano del 82: Hasta este verano mi padre no se ha ocupado mucho de nosotras. Mi padre desempolva una vieja canoa y recorremos muchas veces el rio Maumee. A mediados de julio de ese año me compra un kayak para mí sola y paso el mejor verano de mi vida: juntos los tres, explorando los ríos mientras escuchamos las historias que mi padre nos cuenta sobre los indios Shawnee que vivían allí. Nos enseña como buscar, al margen de los ríos y orillas, restos de piedras talladas y puntas de flechas. Imagino su mundo sin los caballos de las películas del oeste, su supervivencia y lucha ante los invasores que nada tuvo que ver con lo que los wéstern nos muestran.

Verano del 83: La magia del rio se esfuma.

Verano del 84:  El verano se presenta con la misma secuencia de campos verdes, amarillos y ocres hasta donde te alcanza la vista. Ninguna colina. Las mismas luciérnagas y las mismas águilas sobrevolándote mientras recorres los ríos. La misma ausencia de cualquier divertimento ya seas un niño, un adolescente o un adulto. Hay tanta diferencia entre tener 14 años en California a tenerlos en Ohio que muchas veces me burlo de mis amigos del pueblo sin que ellos se den cuenta. Luego me siento mal pero al día siguiente hago lo mismo. Me he convertido en una auténtica adolescente de piernas largas y desafiantes que ya no quiere ser Fredy Mercury ni montar en bici, ni oír historias de indios, ni seguir las huellas de los ciervos.  La granja va muy bien y hay nueva gente contratada, entre ellos un chaval de 18 años con un aire a  Robe Lowe  que me vuelve loca.

Verano del 85: Solo voy con la esperanza de ver de nuevo a Robe Lowe, que ya tendrá 19 y yo 15. Ya no soy un niña. Y allí está cuando llego, con su mono de color azul sudado y una sonrisa que no deja verle los dientes. Me he pasado el invierno y la primavera fantaseando con él, ensayando que voy a decirle, preparando cómo voy moverme, que me voy a poner. Y sí, con él me doy mis primeros besos y empiezo a fumar pero poco más, no puedo competir con las chicas que tienen más de todo que yo, más curvas, más pecho, más años.  Y cuando el peso de todos esos veranos tediosos en el bello Ohio, cae sobre mí, con la fuerza de todas las mazorcas que he visto crecer año tras año, aparece en nuestras vidas la prima Jordán y se me olvida el rechazo.

La prima Jordán.

La prima Jordán llegó a nosotras ya muerta. A finales de julio, un par de semanas antes de marcharnos, vimos a mi padre en el porche, cabizbajo y llorando como un niño. Ni Stella ni yo nos atrevimos a preguntarle nada, nos limitamos a sentarnos y mecernos con él, yo pensando que la granja había quebrado y mi hermana inquieta porque nunca había visto llorar así a un adulto. Cuando se recompuso nos dijo que la prima Jordán había muerto y que teníamos que ayudarle con el funeral. Un infarto, un adiós sin despedida.

15 y 13 años. Nunca habíamos ido a ningún funeral, la muerte entonces parecía algo ajeno y tampoco conocíamos a aquella inesperada prima de la que nunca habíamos oído hablar.

En realidad tampoco era nuestra prima, aunque de eso me enteré unos días más tarde, cuando Tom empezó a contarme cosas, habladurías del pueblo, que yo rellené con la información que recogí entre las cosas que encontré de ella en la casa donde la velamos los tres solos,  y cuando por fin pude hablar con mi padre, por primera vez en mi vida, una vez pasado el entierro.

La casa era magnífica, de finales del siglo XIX, estilo victoriano, con cristales tallados que simulaban hojas y plantas extrañas. La conocía por fuera pero nunca durante aquellos veranos había visto salir ni entrar a nadie. Todavía entonces quedaban muchas casas de ese estilo en los pueblos de la zona y, en su origen, habían pertenecido a las familias acomodadas: médicos, banqueros, empresarios y políticos con aspiraciones a gobernador o congresista. Gente seria.

Jordán, heredó la casa a la muerte de su marido. Era una mestiza sin pasado, que había llegado desde Detroit, cuando tenía 14 años, a una casa de acogida y que revolucionó el pueblo. Cuando tenía 15 años conoció a Billy Stahl, hijo y nieto de unos médicos llegados desde Baviera, y se hicieron inseparables. Era el año 55 y lo compartieron todo. Su pasión por el cine, por los éxitos de  Montgomery Cliff, Humprey Bogarth, Hedy Lamarr, la música de Judy Garlan,  Frank Sinatra o Bill Haley & the Comets, por las revistas  Life  y Vogue a las que solo Billy podía acceder.  Compartían también el buen gusto y una innata elegancia  que les llevaba a imaginar vestidos imposibles y a compartir, siempre a escondidas, los pocos vestidos que tenía Jordán y los que Billy robaba a su madre.

Ya entonces, y aunque fueran los felices 50, Pemberville no dejaba de ser un pueblo mojigato y paleto del medio oeste, y cuando los Stahl, empezaron a sospechar que su hijo era homosexual y de que las habladurías en el pueblo eran más fuertes que ellos, vieron con buenos ojos esa especie de noviazgo entre la chica mestiza y su único hijo. Lo que no sospecharon fue que durante los siguientes tres años esa relación entre ellos se hizo más fuerte, una relación principalmente basada en el deseo y la convicción de ambos de que, cumplidos los 18, se fugarían para no volver nunca.

Se fueron a Nueva York con lo puesto, unos cuantos dólares para poder malvivir un primer mes y el convencimiento de no volver jamás.  A los pocos meses, Billy insistió en casarse y celebraron la boda en el Soho, en un estudio de pintura en el que posaban desnudos, rodeados de nuevas modas y gentes entre los que no desentonaban, gentes que no cuestionaban un matrimonio cimentado en el amor, la admiración y una amistad sin fisuras, donde el sexo nunca estuvo presente.  

Sueños cumplidos.

Pasaron algunos años entre Nueva York, Los Ángeles, Londres, Roma y París sin un oficio conocido y con la suerte de cara, invitados la mayoría de las veces por aquellos a los que habían admirado y que terminaron admirándolos a ellos. Entre las fotos que encontré en la casa de Jordán, se les ve a los dos radiantes, siempre acompañados  por caras que en esos días no conocía muy bien pero que luego supe eran de Capote,  Gloria Vanderbilt, Louis Bromfield, Huey Percy Newton o un camaleónico Warhol entre otros, en los que Bill y Jordán aparecían ocupando primeros planos,  hermosos, malditos y reivindicativos sobre las aguas en blanco y negro del mediterráneo, el humo del Birdland o del Hotel Plaza durante el Black and White Ball.

Y no volvieron, hasta que unas fiebres misteriosas se llevaron al Sr. y la Sra. Stahl, y Billy tuvo que volver en diciembre de 1964 para ocuparse, libre de remordimiento, de unos padres de los que no había vuelto a saber nada. Jordán le acompañó y fue entonces, en esas navidades cuando ella conoció a mi padre, Brian Halfhill, 11 años menor que ella. Ella representando todo lo que no había en la granja, ni en todo el extenso y opresivo estado de Ohio. A ojos de ella, él, alguien fuera de todo artificio.

Hay personas que ven pasar su vida desde el lado cobarde, desperdiciando el eterno verano de lo que podría haber sido. Hay personas como Jordán a las que no les importan las consecuencias. Otros, como mi padre, necesitaron llegar hasta el verano del 78 para intentarlo.

¿Existe algo mejor? Sri Lanka&Maldivas

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Un tren de satélites cruza

 

Por dónde empezar cuando no hay un solo principio y nunca se ha llegado a terminar.

Porque hubo y habrá:

Momentos de admiración permanente entre amados desconocidos que son más dignos de amar que de admirar porque son buena gente, porque bailan cruzando líneas rojas y cantan a pleno pulmón las peores canciones del mundo. Amada gente que ríe ante el peligro, que olvida sus miedos y se enfrenta a tiburones ballena que zigzaguean bajo las aguas del mar, vuelan junto a las mantas rayas o se atreven a mirar frente a frente a una inocente, solitaria tortuga y la piden perdón. Que pueden dar vueltas y más vueltas con la misma familia de elefantes que devora la hierba mientras sonríen asombrados y siguen buscando a sus amigos y sabes que ellos te buscan a ti porque mejor verlo juntos, aunque el 4×4 se rompa, aunque tenga que haber otro rescate, esta vez tierra adentro.

Momentos de darse la mano, aunque no fuera la mano que buscabas, mientras crees ver algo que supera tu racionalidad, lo inesperado, el aliento contenido, y no te sientes solo y a la vez sabes que lo estás, irremediablemente pequeño bajo un tren de satélites mientras que cientos de cangrejos te rozan.

Momentos sublimes con chispas brillantes en el océano donde alguien buscaba inútilmente tesoros del ayer sin querer ver los tesoros que tenía a un palmo de él, cegado por recuerdos y melodías equivocadas. Humano, al fin y al cabo.

Momentos de agua. Agua salvaje de cascadas salvajes, de sol. De millones de gotas que forman un caudal imparable y sientes toda la fuerza mientras te secas al viento, rodeado de la vegetación que imaginas debe existir en el paraíso. Simple, irrepetible, gratuito una vez que los piratas lograron reanimar al móvil ahogado.

Momentos de cenas modestas en casas de gente modesta que solo quieren sobrevivir. Esos momentos que no buscas en tus vacaciones meditadas de relax y diseño, que rompen cualquier estereotipo de tu llamada zona de confort, sitios en los que no habías imaginado que fueras a terminar y ahí estás. Sitios a los que te acostumbras temporalmente porque al final te quedará en el recuerdo la sopa sencilla, la vajilla desparejada, el empalme de cables en la ducha, el colchón en el suelo, el robo de mantas, la anti decoración y te harán valorar más la piscina del resort, su caminito de flores, el desayuno “me lo como todo”, al pianista al que nadie hace caso, las maderas nobles de lo que fue un día un hotel señorial y hoy no es más que un sitio en decadencia con una buena historia detrás. Sitios que no solo ayudan a tu economía viajera, sino que contribuyen a tu riqueza de espíritu libre. Llenos de esencia, del alma del que carecen los hoteles en los que no puedes improvisar un fuego del que resguardarse del frio mientras danzas alrededor de él, lunáticos bajo la luna llena mientras tocas unos acordes de guitarra, o construyes un altavoz con las latas de cerveza que os habéis bebido. Sería intolerable en otro lugar bailar sobre las mesas, hacer competiciones de limbo o imitar a Pimpinela, pero ahí sí, ahí sí se puede porque se alegran de tu fiesta y participan en ella.

Momentos de extrema exageración, de rodar por los suelos quizá cuando no se debía, de beber hasta perder todo el control que había estado agazapado queriendo salir. De sinceridad brutal cuando no hacía falta porque eres otro humano imperfecto.

Momentos de subir montañas y perderse para encontrar otros ángulos y por fin llegar, exhaustos, pero llegar en grupo, con el aliento del otro como máxima energía para tu maltrecho cuerpo. Momentos en los que alguien te deja un palo, ya no te caes y se cae él, o te da su último trago de agua que, aunque también le venía bien, te hacía más falta a ti.

Momentos de concentrarse en andar por las vías del tren con diez Huckleberry Friends, para llegar al Fin del Mundo juntos, encontrároslo nublado y, sin posibilidad de ver qué hay bajo él, celebrarlo.

Momentos de ver viejas pinturas en templos profanados por el tiempo, pero sobre todo profanados por la estupidez humana, y en esas pinturas, en las que no parece verse nada en una primera mirada, descubres todo un mundo cuando un hombre inmortal, viejo como ellas, se emociona al describirte su belleza.

Momentos entre ruinas maltrechas y reinos acabados. De Budas decapitados bajo el sol abrasador y la humedad que no impide seguir en nuestro cuento de bicis destartaladas que nos llevan pedaleando a otros momentos felices donde alguien comparte un pañuelo que divide en retales mal hechos para reinterpretar un ritual que desconocemos pero que en ningún momento creemos que sea inapropiado. Buda sonríe estoy segura. Como Shiva, sonríe mientras nos quedamos embobados escuchando su mantra milenario y pienso: es esto, es esto, esto es esa comunión universal, para después encontrarla de nuevo pisoteando las arenas calientes y las piedras de otros palacios olvidados y luego la volvemos a encontrar en un atardecer de corrientes frías, calientes, mecidos por pequeñas olas de apariencia inofensiva cuando el sol se pone entre una nube fraccionada en un sandbank a punto de ser borrado.

Risas al pensar en improbables Cayetanas y Jimenas mientras hablamos de esa cosa llamada amor, de relaciones rotas, a la vez que alguien desafía, una vez más, el peligro y va solo sujetado por una mano a una barra de la puerta del autobús que cubre la ruta Kandy-Dambulla, porque sabe que tiene a los dioses y a sus desconocidos nuevos amigos de su parte y nada pasará. Porque él es todo un caballero y prefiere ir ahí antes que sentarse: que hay niños, ancianos y tienen preferencia. Porque son gentiles todos, te ayudan a cargar tu mochila pesada, te levantan del suelo pese a saber que acabarán en la zanja trampa contigo, porque saben escuchar, perdonar, porque tienen paciencia, porque fueron a buscarte en la noche en la que estabas en Playa Cabreo y te hablaron de Barbarella. Porque estuvieron en un concierto de Bob Marley y entonces hubo un suspiro comunitario y comenzó la fiesta. Caballeros que hacen que Muerte en Hawái se convierta en Renacer en Dhigurah. Los caballeros Arrak y las damiselas Attack. Damiselas variopintas que esconden un gran corazón bajo esos tatuajes y pose de mujer dura, que se pelearían con un cocodrilo por salvarte. Damiselas que con su serenidad y siempre la palabra exacta te animan a seguir, que terminan por snorkelear solas y ya no tienen miedo. Damiselas de otro planeta capaces de darle la vuelta al asunto con un clásico de los teleñecos y entonces sabes que la quieres en tu vida pese a todos sus excesos antidetox. Damiselas de sonrisa permanente, de humor genuino, a las que no les importa ir sucias, pero mantienen sus pendientes de perlas, que han aprendido que no pasa nada por colarse en los trenes madrileños y saltarse las normas y acaban felices viendo las crestas de las olas fluorescentes mientras se beben una cerveza prohibida, en la playa prohibida y les da igual no llevar ropa interior desde hace días (infinitas gracias por esa noche final). Damiselas que siempre lo tienen todo a mano, que bailan, aunque no recuerden la coreografía, que se olvidaron de llorar y mostraban su fuerza, su alegría innata, que sin saberlo me dio su mano muchas veces cuando más lo necesitaba.

Ángeles y demonios todos. Nosotros, ellos. Satélites y estrellas fugaces que siguen en movimiento.

Postales que no llegamos a recibir, perdidas en nuestro delirio cingalés. Postales que trato de recuperar ahora.

Unidos por un grito de guerra: arrak, arrak, arrak, alejando de nuestras vidas cualquier síntoma de mediocridad, soledad, de agotamiento.

 

 

Siempre hay una canción, o varias canciones que acompañan, a mis relatos, no caben todas esta vez:

 

La ruta: Febrero 2020 .  Sri Lanka:Hikkaduwa- Galle- Welligama- Mirissa-Parque Nacional Yala-Ella-Ohiya-Parque Nacional Horton Plains- Nuwara Eliya-Kandy-Dambulla-Sigiriya- Parque Nacional Minneriya-Polonnaruwa. Maldivas: Male-Dhigurah

 

 

 

Frente a Frente. Luxemburgo

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Bon Anniversaire

Cerré la puerta. Herida, pero no de muerte. Nos dejamos tantas cosas por hacer y esperé tanto tiempo para que se cumplieran que por eso cerré sin molestarme en echar la llave. Me bajé por la escalera de servicio, contando los escalones, ni idea del por qué. Lo que no quería era quedarme encerrada en el ascensor, nos había pasado tantas veces, que esta última vez veía innecesario un rescate. Al fin y al cabo, no era yo a la que había que liberar, aunque él se encargara de recordarme lo contrario cada vez que pasábamos tiempo allí atrapados, silbando yo alguna melodía triste, en un espacio en el que por fin solo estábamos los dos, colgados a tres o cuatro pisos de altura, pendientes de unos cables que podrían haber fallado, pero que resultaron ser lo más sólido de nuestra inestable relación. -Morir allí contigo, estrellados, hubiera sido una gran estupidez romántica-. Suerte que no pasó, la única gran caída que logramos esquivar.

Avenue de la Liberté, 36, con los pies ya fuera del portal “¿Y ahora qué? A la izquierda hacia el Grung.  Deja arriba los palacios, los bancos y oficinas, los bulevares, los puentes y baja un poquito más hacia la ciudad vieja”.  Qué fácil resulta cerrar una puerta con el convencimiento de que no vas a volver y qué difícil es solucionar todo lo demás una vez que la cierras.

Bajaba. Más que dejarle a él me iba a costar abandonar la casa, abandonar la ciudad. O eso creía mi vapuleado orgullo. El pasillo largo, la galería, la terraza desnuda donde celebramos tantas fiestas, el óleo de Venecia con el gondolero testigo de tanto desamor, y los muebles art déco que decoraban los dos salones, como notas de belleza, serpientes encantadas que me ataron a unas antigüedades en las que dejé toda mi ingenuidad durante mucho más tiempo del que era consciente. Ese tiempo que me rompió, en el que casi me convierto yo también en otro objeto de coleccionista. Más de 200 metros cuadrados en los que fracasó mi vida. Y en el exterior, el descolorido cielo luxemburgués que hacía destacar las pizarras de los tejados de los antiguos palacetes supervivientes a la Segunda Guerra Mundial, la mujer dorada que nunca me gustó, torres puntiagudas y edificios institucionales, mis bistrós favoritos, las tascas del barrio portugués, las tardes de ensayos en pequeños teatros, los locales de diseño donde fui y conocí a tanta gente que me hacían sentir a la otra persona que era, una versión mucho mejor de la que nunca fui con él. Todo eso y mucho más, lo que iba añorar, lo que, adelantándome al futuro, ya empezaba a extrañar. Golpe de nostalgia antes ni siquiera de haber pasado un par de horas.

– “No dramatices”-

Era invierno, en mi mente siempre será invierno en Luxemburgo. Esa época en la que nunca se ve el sol, ni se producen sombras, ni claro-oscuros y todo parece distinto por la luz blanquecina. Me acerqué hasta el Bock, llamé a la puerta de la otra casa que me ataba al país, solo que ésta era un templo blanco, una casa con paredes de roca natural, techos de cristal y suelos en los que algún arquitecto perturbado había puesto un acuario por el que los peces se movían bajo tu cuerpo.  Ese lugar en el que piensas que nada malo puede sucederte, y te imaginas una pradera verde con ropa tendida al viento. No les dije que me iba, ni nada de lo que había pasado, no quería estropear ese momento. Me callé y recurrí a un “pasaba por aquí” que celebraron invitándome a comer. Excelente comida francesa y japonesa la que preparaban mis amigos, excelente conversación siempre, mientras yo fingía estar de buen humor, tranquila o entusiasmada, que era una cosa, disimular, que se me daba muy bien entonces. Por eso de no ensuciar ese instante y por querer recuperar a la persona que sabía que era yo, porque intuía que confesar no hubiera arreglado nada, más bien al contrario: mostrar mi vulnerabilidad hubiera sido igual de estúpido que estrellarme en el ascensor desde el quinto piso. Me despedí de ellos sin que lo supieran. Ya no sabía adónde ir. Tantos sitios antes de coger un tren que me dejara en Bruselas o París, hicieron sentirme mareada.

10 de febrero, maldito mes.  Cumplía 29 años, sin saber entonces que, a veces, con un pequeño gesto,- “no hablemos de milagros, por favor”, todo se soluciona. Una niña se me acercó corriendo. A sus padres los podía ver sentados y ausentes en uno de los bancos de los Jardines del Wenzel. Se agarró a mi mano. Tenía algunos dientes mellados, pero me pareció la sonrisa que recogía la ropa tendida al viento en el prado verde. Nos quedamos allí, yo cantándole, casi susurrando, el cumpleaños feliz, mientras me abrazaba.

No. En realidad, no fue eso lo que pasó. Es verdad que pegué un portazo, y me bajé andando y contando los escalones. Que bajé a la calle y seguí respirando a ritmo normal. Dueña de la situación.

Sí, era 10 de febrero, viernes, 48 años y con casi cincuenta invitados confirmados. Tenía que organizar la fiesta y me entró esa desgana previa a las grandes ocasiones, en las que sabes que lo vas a pasar bien, pero a la vez entras en apatía y pánico.

Estrés a las 14:30. Todo por hacer y con ninguna intención de hacerlo. Es posible que no fuera tan dueña de la situación como pensaba. Camino al supermercado me fui contando la anterior historia.  Así intentaba yo despejarme en los momentos tensos. Es cierto que no era todo mentira, ¿ qué historia no se alimenta de algunos hechos verdaderos? Porque sí que es verdad que tuve una relación que no salió como yo quería, pero que ni de lejos llegaba a ese dramatismo. Ya me hubiera gustado a mí haber tenido una historia tan desgarradora y no tan simple e insulsa como la que viví durante algún tiempo. Pero ascensores y rescates, no, no hubo nada de eso. La casa grande sí que lo era: los dos salones existieron y el cuadro del gondolero. Teníamos lámparas de mármol de carrara, muebles de maderas nobles, alfombras persas y un sofá de los años veinte. Y existió un templo blanco solo que no estaba en aquella fabulosa construcción que, a su vez, sí existía, aunque solo estuve allí un par de veces y nunca comiendo.  Y también existieron algunos cumpleaños, que no fueron siempre como a mí me habría gustado, porque mi existencia entonces era bastante inexistente.

Empecé a llenar el carrito mientras mi heroína se despedía de sus amigos y dudaba entre coger un tren que la sacara de la ciudad o seguir deambulando para despedirse de esa vida tan trágica, cuando una niña se chocó conmigo. Decidí entonces poner fin a la historia y centrarme en hacer la compra. Le faltaban algunos dientes, claro. Se disculpó solo mostrándome su sonrisa incompleta y sin darme cuenta llegué hasta la sección de quesos y charcutería. Me pareció un final perfecto, esperanzador.  Terminarlo así, con un abrazo entre tu yo adulto confuso y un ser inocente que no te pide nada mientras estaba allí pidiendo el Saint Felicien, el Camembert y el Mimolette, esforzándome por pedir los distintos tipos de queso y salir de mi ensimismamiento, mientras abandonaba a mi protagonista a su suerte.

Casi una hora después salí del supermercado con la compra hecha, rezando porque no me hubiera olvidado nada (lo de las listas no iba conmigo) y esperé hasta que uno de mis amigos vino a recogerme para llevar las cosas a casa. Antes teníamos que parar y comprar algunas flores. Llegó escuchando la Cabalgata de las Walkirias y olvidó felicitarme. Dudé, (no sabía si recordárselo), pero de pronto me vino a la cabeza la escena de Apocalisis Now y me imaginé un escuadrón de helicópteros, ocultos por ese cielo enfermizo centroeuropeo, sobrevolando a mi desdichado y perdido yo de 29 años  y …”PARA YA” me dije mentalmente. Una cosa es que quisiera terminar la historia y otra distinta es que la historia me dejara. Necesitaba volver al presente.

-Debí incluir las flores en el relato

-¿Perdona?

– Nada, que cómo puedes ir escuchando esto a estas horas

-No, no era eso lo que me habías dicho

– Ummm, muchas gracias por venir a recogerme

-¿Vamos directamente a tu casa?

– No, primero quiero pasarme por alguna floristería

– De eso hablabas, de flores…

– Me alegro mucho de verte, aunque no me hayas felicitado…

– ¡Venga ya!, lo he hecho por Facebook, whatsapp y TE-HE-LLA-MA-DO

– No es lo mismo, quiero dos besos

-¿Y tirón de orejas?

Le saqué la lengua y fruncí el ceño. En el primer semáforo, me dio un par de besos: “felicidades guapa” (¡Ay que ver lo originales que somos a veces!) y estuvimos un rato repasando las compras hasta que llegamos a una floristería del extrarradio mucho más barata que las del centro. Las Walkirias ya no cabalgaban, los helicópteros seguían al acecho en mi cabeza.

Con el asiento trasero lleno de narcisos amarillos, tulipanes, gerberas de colores y dalias blancas llegamos a casa. Sabía que la apatía desaparecería en cuanto nos pusiéramos mano a la obra y que el pánico a que la cosa no saliera bien se esfumaría en cuanto abriésemos la primera botella y nos sirviéramos el primer vino.

Cerrar la puerta de un portazo tiene sus consecuencias. Llegamos y me di cuenta de que me había dejado las llaves dentro. Bolsas con botellas de vino, latas de cerveza, snacks bajos en calorías y salsas sobre el felpudo de la casa junto con los distintos ramos de flores. El queso empezaba a oler. Solté un sonoro “merde” y casi me puse a llorar al pensar que la única persona que tenía otro juego de llaves de mi casa no estaba en el país. Las 17:30: imposible conseguir un cerrajero a esas horas o, de hacerlo, que llegara antes de tres o cuatro horas. Me dieron ganas de arrojarme con la compra y estrellarnos por el hueco de la escalera. Solo tiré algunas flores, cerré los ojos y quise desaparecer.

Un cerrajero, y luego otro y después tres o cuatro más. Todos nos dijeron que pasarían al menos 4 o 5 horas hasta que pudieran llegar. Al último le confirmé, mientras mi amigo bajaba a comprar un abridor, vasos, platos y cubiertos. –“ Pas de plastique s’il vous plaît” -, hubiera desentonado entre tanta flor. Deshice las gerberas y las esparcí por los escalones entre la planta cuarta y quinta. Coloqué los tulipanes y las dalias entre distintos huecos y me reservé los narcisos porque no sabía muy bien qué hacer con ellos. No quedaba nada mal, parecía un templo vertical de alguna civilización perdida, con el rellano ante mi puerta como altar ceremonioso. –Despojadas, liberadas por fin de todo-. Me sentí como una sacerdotisa sedienta de fieles a la espera de comenzar el mejor de los rituales. Cancelé al cerrajero.

Había dejado la puerta del portal entreabierta y dejado instrucciones en el ascensor, repleto de narcisos, para que subieran hasta el cuarto piso. Supe que todo saldría bien en el momento en que el primer invitado llegó y le vi subir los escalones con sus pies cubiertos de pétalos y en las manos una ofrenda de flores invernales. No, no era el prado verde, pero seguía intentándolo. La fiesta empezaba.

 

 

 

 

 

¡Corten! Nueva York. Estados Unidos

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Una luna roja sobre Manhattan

Así me sentía entonces, con ganas de hacer algo ligeramente autodestructivo a media mañana. Pensaba en la posibilidad de servirme un Martini o algún tipo de cóctel sofisticado y pasado de moda. Poner un vinilo, quizá  «summer wine, strawberries cherries …»,  y sumirme en una plácida depresión y desesperanza, esperando a que me llamara, sabiendo que nunca lo haría o que me si me llamaba, su intención nada tendría que ver con la mía. Pero no llegué a ponerme nada, solo lo pensaba. No tenía el disco de Nancy Sinatra, así que me castigaba con viejos temas de mis bandas favoritas y, recurriendo al cine, me senté en el alfeizar de la ventana, imaginando como las ondas de música tenían que doblar la puerta del salón, recorrer el pasillo, atravesar el dormitorio y llegar hasta mí ya a media potencia, casi un eco en comparación al sonido original que a la vez, en ese mismo momento, tronaba en el salón. Aquello me sobrecogía. Tan amenazadoramente cerca y a mí solo me llegaba un rumor, -como contigo-. Sonaba New Order. Yo seguía allí apoyada, tatareando  “How does it feel to treat me like you do?…”  a la vez que pensaba en esas intenciones tan distintas e idiotas, tan suyas, pensando en que sonara el maldito teléfono o me llegara una señal, esa que hubiera bastado para salvarme.

Central Park: al menos, sentada allí, tenía los árboles.  No tan sublimes como los que hacía unos días contemplábamos juntos cerca de «The Ugly Duck». Puede que solo lo hiciera yo, observar recortada la silueta de unas ramas semidesnudas en el cielo de New York, mientras escuchaba cómo decía sentirse; lo mal y tonto y solo que afirmaba estar. Me hablaba de su vida desperdiciada, de –tooooodas las cosas que habías dejado por hacer-, de renuncias, de sacrificios, sin volverse ni siquiera una sola vez hacia mí para al menos fingir, un poco de… llamémosle, consideración. Aguanté todo aquello sin defenderme, supongo, que al igual que otras veces, respondería a la necesidad tan mía de dejar que alguien me hiciera daño, hasta que se fue. Todavía continué un rato hasta que de la imagen de Hans Christian Andersen solo pude distinguir una negra silueta y volví a casa. A pie, queriendo expiar mis pecados, si es que acaso lo eran.

Fui bajando por la 5th, evité pasar por Tiffany (hubiera sido demasiado), hasta que me desvié en la 47th hasta la Vanderbilt Avenue. Siempre me ha gustado Grand Central y me apetecía una cerveza fría. No se me ocurrió mejor lugar que el Apartamento Campbell, la atmósfera bien densa, la gente trajeada, un sitio que, claro está, él detestaba, y que me pareció el mejor sitio para ordenar mis pensamientos, para trazar una estrategia. Salí de allí fortalecida.  Al pasar por Bryant Park me alegré de no haber estado allí nunca con él, que la ciudad me ofreciera lugares vírgenes suponía tenerla de mi lado. En la pantalla del cine de verano, Woody Allen y Diane Keaton espiaban por la mirilla a su vecino. Consideré la posibilidad de recurrir al asesinato y me eché a reír. También fui consciente de que estaba desviando mi camino, de que mis pensamientos seguían descolocados y de que de mi recién entereza no quedaba nada.

Me dolían los pies al llegar a Greenwich Village. Pensé que era el momento perfecto para pasarse por Bleecker Street Records y de paso tomarme otra copa. La tienda seguía abierta, me habría comprado todo, pero salí de allí solo con el  “Blue Monday 1988” y un single de 1963: «Walk on by», cantado por una Dione Warwick en plena juventud. Una pequeña joya muy cara que no podía acompañarme mejor aquella noche. Con su, if you see me walking down the street / And I start to cry each time we meet / Walk on by, walk on by  en mi cabeza seguí mi  camino. Ya no me apetecía tomarme nada, al menos no en un lugar rodeada de gente, así que pensé que lo mejor era comprarme algo y sentarme a tomarlo en un lugar tranquilo. Mis pies lo necesitaban más que mi ánimo. Me quedé un rato en City Hall Park con mi ridícula Budweiser 0% todo,  sin rastro del bullicio de los ejecutivos del sector financiero. Un lugar tan triste como yo a esas horas. Lo de caminar hasta casa empezó a parecerme mala idea, pero por otro lado estaba ya casi en la parte final y me habría sentido peor de no haber cumplido mi palabra. Podría haberlo hecho: coger el metro y plantarme allí en menos de 45 minutos, dejarme de alegorías y volverme práctica, pero me levanté y seguí por Frankfort Street hasta llegar al Puente de Brookling. Si nunca lo has cruzado andando, entonces es difícil entender lo que se siente. Hay que hacerlo de noche, dejando atrás los millones de luces que se reflejan en el East River. Caminas y sabes que la ciudad está ahí, repleta de torres como órganos vitales, de venas y arterias que has recorrido hasta llegar allí mientras que ves frente a ti al hermano mediano y envidioso que es Brookling. Entonces es inevitable darse la vuelta y contemplarla, sobrecogerse por su grandeza, quedarse incluso extasiado. Pero no aquella noche. Quise caminar sin mirar atrás en un acto absurdo al que quería dotar de un conocido y tonto simbolismo. Varios turistas me preguntaron si quería hacerles una foto, me hice la loca o les dije que no, contribuyendo así a la mala reputación que tenemos los neoyorkinos. Estuve a punto de ser atropellada por dos o tres ciclistas que me soltaron sus correspondientes, asshole,  fuck you or what the fuck, que agradecí internamente y,  malhumorada,  llegué hasta el segundo arco, donde me di cuenta de que todos miraran hacía arriba e iban hacia Manhattan. Sin duda había más gente que cualquier otro día y cruzar el dichoso puente se me hizo eterno y casi insoportable. Para cuando terminé no quedaba ni rastro del walk on by en mi cabeza y tenía hambre. Me di la vuelta, otra auto promesa incumplida, y vi una enorme luna roja sobre el centro de Manhattan. Solo entonces entendí el ajetreo que había en el puente. Haberme pasado la noche de espaldas al eclipse me hizo odiarlo aún un poco más. Tener los pies destrozados y haberme gastado casi 150 dólares en los vinilos por su culpa, me resultó imperdonable.

Hasta aquella mañana, días más tarde, en la que la furia de la noche roja se había transformado en desesperanza y, cuando llevaba ya un rato sin escuchar nada, solo el ruidillo sucio que salía de los bafles, sonó el teléfono. Corrí para cogerlo. En la carrera tropecé con su bolsa de tenis y caí. Noté cómo el filo de la puerta atravesaba mi frente y del corte salía abundante sangre. Me levanté aturdida e instintivamente me llevé la mano a la brecha. Por mi cara corría un hilo de sangre cada vez más caudaloso que fue dejando un rastro hasta el salón. Nunca odié tanto tener un espejo justo al lado del teléfono y nunca odié tanto su manía de no llamarme al móvil, de dejarlo todo tirado en el pasillo. El disco de la Warwick estaba allí, un goterón rojo cayó hasta tapar su cara y parte del título.  Con esos sentimientos, el vinilo desvalorizado en una mano, y ensangrentada, descolgué el teléfono.

 

 

 

 

 

Para saber más. Recorridos de película y otros cuentos en Nueva York.

http://www.centralparknyc.org/things-to-see-and-do/attractions/hans-christian-
andersen.html

https://www.thecampbellnyc.com/

https://bryantpark.org/

https://www.newyorkando.com/greenwich-village/

https://www.nuevayork.com/brooklyn-bridge-en-nueva-york/

 

 

 

 

 

 

Libres en Ton Sai Bay. Tailandia

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Firmes en el brillo del sol

Años después sobrevolaba el océano índico mirando por la ventanilla, treinta mil pies de altura, nubes densas y espacios abiertos de un azul eléctrico como única compañía. Volvía de nuevo a Tailandia con la plena seguridad de que todo habría cambiado, al igual que lo había hecho yo, como sin duda lo habrían hecho todos ellos, aunque esto último no tenía manera de saberlo.

En algún momento no específico todo se había empezado a diluir, se espaciaron los mensajes y todos incumplimos la promesa de volver a vernos. Nada fuera de la norma: diferentes ciudades, diferentes obligaciones. De la generosidad del desconocido que nos había reunido, no quedaba nada una vez que decidimos tomar aquel avión de vuelta.

Años antes nos habíamos encontrado en Tonsai, náufragos todos nosotros de algunas experiencias vitales de mayor o menor importancia. Con ganas de pasarlo bien y de no hacer muchas preguntas, con el tiempo justo para conocernos , dar lo mejor de nosotros mismos y no defraudar a nadie. Un juego de seducción perfecto en el mejor lugar posible. Todo a favor. Habíamos llegado hasta allí atraídos por la idea de que la única forma posible de llegar y salir de esa bahía era en uno de los long tail boat tradicionales, huyendo de ese modo de las caóticas ciudades y la masificación hotelera de otras playas. Palmeras, monos, mochileros de diseño, post-hippies, escupidores de fuego y escaladores. El coral muerto bajo las aguas, la única cosa visible que nos recordaba nuestra inevitable mortalidad. El plancton luminoso y las Nubes de Magallanes, que no llegamos a ver, las dos cosas que nos recordaban que siempre había que mantener la esperanza para encontrar la eternidad.

Llevaba un par de días allí cuando, de manera casual, terminamos por compartir la única mesa que quedaba. No pasó mucho tiempo hasta que las botellas verdes empezaron a acumularse, los paquetes de tabaco se compartieron y  la conversación perdió sentido a medida que nuestras risas resonaban en el chill out del decrépito resort y, de pronto, me di cuenta de que había sucedido: ese momento en el que quieres permanecer, en el que no te importa quien seas ni quien sea el otro, en el que se establece la armonía del aquí, del ahora y deja de existir todo lo demás. Alguien propuso salir de la playa y acercarnos hasta el pequeño poblado que había en la ladera de la montaña. Más barato, más de verdad y por encima de todo, más tentador. Todavía no sabíamos nuestros nombres al llegar. Alguien dijo: “esto es como el Bronx”. Al día siguiente liquidamos cuentas en el viejo resort y nos instalamos en el pueblo, en una destartalada cabaña donde por fin nos pusimos nombre y en la que casi nunca nadie habló muy en serio de si mismo.  Mañanas de playa, snorkel y resaca. Atardeceres en soledad. Noches de experimentación introspectiva, lunas alucinógenas, de cócteles mal hechos y de personajes ajenos a nosotros que, llegaban a la playa con prisas, y eran fácilmente sustituibles al día siguiente.

Alguien dijo: “nos quedan 21 horas de estar juntos”. “Todo el tiempo del mundo” respondí yo sin mucho convencimiento. Días atrás alguien había propuesto: “¿Nos quedamos?” Todos asentimos, cerveza en mano, con las olas del mar salpicando nuestros cuerpos, el salvaje viento del este llevándose lo que quedaba de nuestras miserias, bañados por el sol del atardecer en la proa de un barco, sin hablar, dejando atrás unas Phi Phi de postal, viendo como los acantilados majestuosos de Krabi y la tierra prometida de Tonsai se iba acercando a nosotros.

Aterricé en Phuket, tomé un ferry y cuando anochecía llegué, más fácilmente de lo que creía, hasta Tonsai. Me gustó comprobar que ese trozo de costa no hubiera cambiado mucho. El resort seguía allí, desconchado pero firme. Viajeros en busca de un paraíso que ya habrían visto en numerosas búsquedas por Google, desembarcaban. Me pareció ver a algunos de los habitantes permanentes: rastas reconocibles y mujeres musulmanas que nos habían hecho aún la vida más fácil cuando estuvimos allí. Nadie me reconoció, solo me sonrieron y siguieron su camino. Me senté en una de las cuevas y me abrí una Chang. El sabor y la sensación de la botella mojada en mi mano me hicieron recordar muchas cosas. Sonreí. Respiré hondo, ignoré el cansancio una vez más, y me dirigí hacia nuestra cabaña. Ya no estaba. En su lugar, un bar de dudosa higiene anunciaba batidos y otras bebidas adornadas con hongos de colores imposibles. Un grupo variopinto de españoles le gritaba a una especie de chamán reconvertido en barman: “truco, truco, truco”. No me lo pensé dos veces. Un momento después me hicieron un hueco entre ellos y nos quedamos contemplando como se sucedía la magia.

                                           «A mis desconocidos  amigos que inspiraron este relato,                                                     sin los que ninguno de los trucos hubieran funcionado»

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La canción, que en mi viaje de vuelta, puso la música y dio título al relato:

 

La ruta: Noviembre 2018 (15 días)  Bangkok- Ayutthaya-Sukhotai- Chiang Mai-Chian Rai- Tonsai.

A tener en cuenta, si viajas en noviembre,  la festividad del Loy Kratong y Yee Peng. Para saber más a cerca de estas celebraciones: https://mochilerosentailandia.com/2014/10/loy-krathong/

Hostel recomendados: Ayuttaya: 1301 Hostel; Chiang Mai: 248 Street Hostel; Chiang Rai: Stay In Chiang Rai; Tonsai: Tonsai Bay Resort.

Agencia local para hacer trekking en la zona de Chiang Rai: http://www.lannatrek.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

Fe, Esperanza y Paraíso. Birmania

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Tres monjes vuelan

Fe

Parecía que no fuera a acabar nunca. Los monjes llegaban por millares desde los monasterios de toda la región, subidos en destartalados autobuses o en camionetas a punto de reventar de tanto peso. Les abandonaban en una especie de explanada a las afueras del pueblo en la que tenían que sortear la basura que, obscenamente, salía de cientos de bolsas de plástico negro igualmente reventadas. Después se unían a la cola de peregrinación que se había formado esa mañana en dirección a las Pagodas. Al pasar por el pueblo las gentes lanzaban flores a su paso, y les ofrecían arroz y otras ofrendas. Desde mi posición podía ver cómo la carretera se había convertido en un camino multicolor que hubiera sido inmaculado de no ser por los camiones que seguían pasando inclementes, ajenos o no, a las salpicaduras que provocaban y que destrozaban los delicados lotos y jacintos. Por allí miles de monjes caminaban a  paso lento,  descalzos, algunos con solo unos pétalos de flor pegados en sus pies y pantorrillas, que ahora aparecían cubiertos de barro seco en señal de su fragilidad y mortalidad. Si llovía y abrían sus enormes sombrillas color azafrán la interminable serpiente que creaban sus figuras se convertía en un espectáculo hipnótico. Nada les detenía. Ni tampoco a los fieles que les acompañaban quienes cargaban con enormes cestas en las que depositaban el arroz cuando las escudillas se llenaban. Era una secuencia infinita de rostros serenos pero inescrutables. Rostros serios los de mediana edad y más sonrientes entre los monjes ancianos y monjes niños, miles, en una secuencia repetida e igual desde siglos atrás y, excepto  por los camiones y las bocinas, el mismo barro, el mismo arroz, la misma convicción.burma 1055

Inesperadamente los cuerpos se detuvieron. Mis ojos se movieron siguiendo la formación y giré ligeramente la cabeza hacía la derecha. Mi vista se detuvo: un pequeño monje yacía en el suelo. El agotamiento había podido más que la fe de sus pequeños cinco años.  Uno de los fieles le tomó en brazos y me pareció oírle cantar una especie de nana. ¿Qué le cantaría? Para cuando terminó, Buda ya se había puesto de nuevo en movimiento.

 

Esperanza

Cuando el 30 de mayo de 1962 nació Tun Tun Oo solo habían pasado tres meses desde que el golpe de estado del general Ne Win frenara cualquier esperanza de estabilidad para la independiente nación birmana. Creció en una aldea a orillas del  Ayeyarwady, entre las redes de pesca  y en una choza que casi todos los años las crecidas del río se llevaban por delante y había que construir de nuevo después de las lluvias. De niño  no conocía más que el pueblo  y otras  aldeas vecinas, todo era suficiente porque allí lo tenía todo. El todo era verde, ocre y pagodas doradas. A veces, entre tanta monotonía, aparecían en el río barcazas con hombres vestidos de uniforme, entonces sus padres susurraban, al igual que cuando los padres de alguno de los niños de las orillas desaparecían. A veces por las noches le despertaban algunos gritos y lamentos lejanos. No recuerda haber oído disparos durante su infancia. Cuando se hizo joven  empezó a comprender los motivos del tono bajo con el que hablaban sus padres y hermanos, el significado de algunas miradas y el valor de no decir nada. Creció también entre esos silencios. ¿En qué momento cambió y dejó de ser otro niño más, destinado a ser lo que habían sido siempre? Para humillación de su familia decidió que la vida de esa orilla se le quedaba estrecha. La idea de tener que reconstruir la casa año tras año, el ambiente de pobreza, el permanente olor a pescado seco y las conversaciones veladas no iban con su carácter. Tenía que dejar atrás esa sumisión que le habían inculcado. Un día más tarde de cumplir los 16 se alistó en el ejército con el firme propósito de salir de todo aquello, no importaba a quien tuviera que llevarse por delante, ¿acaso no  lo hacían las aguas del río? Los siguientes años fueron de férrea disciplina, un ejercicio diario de aniquilar cualquier duda o de cuestionar el  sinsentido de tanta represión y crueldad hacia los suyos. Vivió los primeros años convencido de estar en el lado correcto,  con la serenidad de espíritu que te concede el poder, ajeno al dolor, la pobreza y al silencio en los que había crecido.

¿Qué le pasó a Tun Tun Oo en el verano del 88? El día 8 de agosto de ese año las revueltas encabezadas por estudiantes, monjes, mujeres y niños volvieron más naranja y roja a Yangón. La orden de la Junta no era nueva: acabar con la sublevación fuese como fuese. Salió del cuartel sin ninguna duda de lo que estaba haciendo. El monzón se puso de parte de la protesta y pese a ser un día negro y oscuro no llegó a llover. Le ordenaron que se dirigiera a U Wisara Road y, desde allí,  se sintió por primera vez observado por la Sagrada  Shwegadon.  Aquel día no pudo disparar, no hubo ninguna señal, nada extraordinario que le hiciera ver la crueldad de sus actos. Todo lo era: la cúpula de la estupa dorada entre el cielo negro, las capas bermellón  de los monjes, las coletas infantiles y el olor dulzón fruto de la exaltación de los estudiantes. No iba a ser fácil dejar el ejército. Ojos inocentes, en  los que no había querido pensar hasta ese momento, parecían de pronto mirarle con incomprensión y pena. Creyó ver en algunos de ellos un destello de misericordia, suficiente para cambiar su rígido uniforme por un liberador hábito azafrán. Le acusarían de traición pero lo que la junta militar le tenía reservado no era comparable al desprecio que sintió hacía si mismo durante los siguientes años.

Myanmar 1326 Verano de 2012. Estoy sentada con Tun Tun Oo en U Bein, el puente de  teca que atraviesa el lago Taungthaman.  Ha estado ojeando con interés el  The Guardian que hace unos días cogí en el avión  y había dejado olvidado en mi mochila. Su historia me ha dejado conmovida. No puedo imaginar a este bhikkhu  curioso y sonriente, con un atuendo militar disparando a nadie. Me ha contado su historia sin casi cambiar el gesto, en un tono que no revela miedo, solo dolor y solo de vez en cuando ha cerrado los ojos como evitando verse a sí mismo. El sol comienza a ponerse y las aguas del Taungthaman pasan del plata al negro, presagiando la despedida. Antes de irme me invita a meditar esa noche con ellos y me escribe en pyu lo que supongo es el nombre y dirección de su templo en Amarapura. Quedo en pasarme y nos despedimos con un hasta luego que no llego a cumplir. Las prisas, el calor, el cansancio, me sirven de excusa para no ir. Luego me olvido, hasta que el otro día, entre las páginas de la Lonely Planet,  encuentro un recorte de periódico: The Guardian, wednesday 08/08/2012 . နဂါးရုံဘုရား. y deseo haber estado allí, que Tun Tun Oo pueda haberse perdonado.

Paraíso

Llegué empapada. Dejé la bici bajo uno de los tejados ,un gesto inútil por mi parte, y entré. Caía una de esas lluvias torrenciales del monzón y fue una suerte que aquel monasterio estuviera cerca.Uno pequeño, sin aparente interés. Nada de grabados ni de filigranas vistosas, otro templo más a las orillas del lago Inle. En uno de los laterales tres monjes conversaban sentados en el suelo de madera. Estaba deteriorado y aparte del altar, que albergaba a un Buda modesto, no había nada. Cerca de ellos apoyado en una columna había un cuarto monje al que apenas se le veía. Supuse que era un monje por su ropa y figura pero en realidad podía haber sido solo un amasijo de ropas amontonadas. Una vez abiertas las puertas dudé, siempre me pasaba, como si una corriente de vergüenza me recorriera al estar violando con mi presencia un lugar sagrado. Desde el umbral, incliné la cabeza tratando de ganarme su respeto y bienvenida ,y di unos pasos. Habría dado igual. Daba la impresión de que no habían notado mi presencia, seguían hablando entre ellos en un tono normal y relajado. Me di cuenta entonces de que estaba dejando un charco sobre la madera muerta y desgastada y, lo que era peor aún, que no me había descalzado. Retrocedí, me quité las sandalias y volví a entrar. Esa vez me indicaron con un gesto que me acercara y me sentaran con ellos. Eran tres monjes viejos. No hablaban inglés y yo no hablaba birmano. No parecía importarles esa incomunicación absoluta, ellos en birmano y yo en inglés, dando por sentado que el inglés les sería más conocido  o por esa tonta inercia que nos hace hablar en ese idioma como si de una llave maestra se tratara. Les empecé a hablar en español. Daba la impresión de que se trataba de una conversación real donde respetábamos nuestro turnos como si supiéramos qué nos estábamos contando.Primero me hablaron ellos, cordiales y sonrientes en algunos momentos y serios y solemnes en otros, ¿qué me dirían? Después llegó mi turno y tras una breve presentación les expuse las verdaderas razones que me habían llevado a visitar Birmania. Me escucharon con interés y yo les conté: años antes, en una tarde ardiente en la lejana Jaisalmer, alguien nos habló de la fascinante historia de los monjes voladores birmanos, de cómo los buscaron por caminos perdidos en selvas y de las estupas doradas que resplandecían en ellas. De  hombres y mujeres elegantemente ataviados con longyis cantando mantras budistas, de campesinas con caras amarillentas subidas en carros tirados por bueyes, de ríos vivientes que te conducían a civilizaciones perdidas y olvidadas, de una brutal dictadura y de una mujer brava y pacífica, símbolo de la resistencia birmana. ¿Cómo no querer ir después de oír contar tanto prodigio? El cuarto monje había seguido apoyado majestuosamente contra la columna sin decir nada, totalmente ausente a nosotros. Cuando terminé mi historia, muchísimo más larga que la que cuento ahora, los tres monjes  se quedaron en silencio sin mirarme. El otro monje se movió,  descubrió intencionadamente su  cara  y pude ver el rostro de un joven mirándome a través de unos ojos de viejo. Era perturbador. Aquella mirada y ojos pertenecían a un anciano pero el resto de la cara era la de un adolescente. Perturbador, hermoso y reconfortante a la vez.

Un hombre entró y el monje se cubrió de nuevo por completo. A los pocos minutos estaba sentado con nosotros. Hablaba un buen inglés y me agradeció poder practicarlo conmigo. Me contó que se le había estropeado la moto y por eso entró al templo. Se ofreció a hacer de traductor.  Los monjes y él hablaban de la mala calidad de las motos chinas, de los accidentes mortales que provocaban, de que eran baratas y mucha gente podía comprar una, pero que las rusas eran mejores, que China, desde que había despegado económicamente, llenaba el país de productos de baja calidad. También me dijo, sin darle mayor importancia, que el anciano de la columna se estaba muriendo y que estaban allí para acompañarle en su muerte inminente. «¿Anciano?», pregunté yo, «parece un joven viejo», y el hombre se encogió de hombros. Siguieron hablando de motores chinos, de frenos y ruedas, del aumento de los precios del combustible. Le dije que no quería que me tradujera nada más, que sólo quería quedarme allí con ellos sentada escuchando palabras que para mí no decían nada.  No recuerdo estar pensando en nada, seguía oyendo la lluvia y  pedí permiso para sentarme al otro lado de la columna que ocupaba el monje. Los tres monjes asintieron. Me pareció que había dejado de llover. Me situé de espaldas al monje, estiré mi espalda, cerré los ojos y empecé a susurrar: padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad…

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La ruta:   Yangon. Bago. Kalaw (trekking)  Pindaya. Lago Inle y alrededores (trekking y bici). Mandalay. Amarapura, Sagaing & Inwa. Mingun. Monte Popa. Bagan. Yangon.

Duración del viaje:  15 días. Agosto 2012 burma 180

Medios de transporte: autobús público, barco, coche privado.

Blogs y links de interés:

https://www.conmochila.com/tres-dias-de-trekking-en-myanmar-desde-kalaw-al-lago-inle

http://www.viajaporlibre.com/blog/myanmar-la-autentica-maravilla-de-bagan/

http://www.elrincondesele.com/que-ver-hacer-lago-inle-myanmar-birmania/

http://www.vietnamitasenmadrid.com/myanmar/puente-u-bein.html

http://www.mipaseoporelmundo.com/amarapura-inwa-y-sagaing-tesoros-desde-mandalay/

https://www.anamoralesblog.com/la-magia-de-mingun/

https://elviajero.elpais.com/elviajero/2014/07/28/actualidad/1406498568_858057.html

Literatura sobre el país:  

http://www.vertierra.com/blog/ocho-lecturas-imprescindibles-para-viajar-a-myanmar/

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Profundidad en Cayo Coral. Panama

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Alicia submarina. 

Desde que llegaron tiene la costumbre de salir, un poco antes del amanecer, y caminar hasta el final del embarcadero. Luego, cuando todavía no hay luz, se zambulle y espera a que los primeros rayos de sol rompan las aguas y se queda rendida allí, flotando, hasta que comienza el espectáculo de colores y formas que crean los corales. Se lo han desaconsejado, no meterse en las aguas cuando todavía es de noche, pero aun así lo sigue haciendo. A veces nada un poco más y se va hasta la pradera de hierbas marinas donde no suele haber nada y, cuando cree que él lleva ya más que un tiempo razonable esperándola en el muelle, emerge y le sonríe, a modo de disculpa, con el aplomo del que sabe que siempre será perdonado. A esa hora la vida oculta ya ha alcanzado su máximo esplendor pero, pese a querer seguir un poco más de tiempo, sube hasta la plataforma. Él la espera con una toalla que la cubre el cuerpo por completo, una toalla que siempre tiene que ser blanca, por si alguna vez una estrella, un pez ángel o un dragón de mar se han quedado pegados a sus brazos o enredados en un mechón de pelo y hay una esperanza de devolverles al mar. Después se van juntos a desayunar al porche donde ya les habrán servido un jugoso plato de frutas, unos huevos de las gallinas que se pueden ver más allá del manglar y un café que siempre le parece el mejor que haya probado nunca. No intercambian muchas palabras; ha pasado ya mucho tiempo desde que se conocieron y se comunican mejor a través de largas miradas, medias sonrisas y algunas caricias ocasionales que a veces se convierten en algo que antes hubiéramos reconocido como un beso. Mientras desayunan pueden ver cómo, desde el horizonte, se acerca una bandada de pelícanos, los mismos que, con toda seguridad y como todas las mañanas, van precedidos por las acrobacias de un grupo de delfines. Todo emerge en la superficie perfecto. ¿Es todo perfecto bajo la superficie también? Quizá. Otro día de cielo azul y fondo marino, algunas algas atrapadas en los pilares del palafito, peces caribeños, desidia. Dos cabezas sobresalen del mar en calma. Se sumergen una vez más y ven: ven los destellos que dibuja el sol en el fondo de arena, ven la llanura de hierbas salvajes a la que va ella cada mañana y donde en ese momento se cruzan unas crías de calamar con un grupo de damiselas, ven algas y anémonas y madréporas en los fondos de rocas poblados por fieras morenas, ven sus cuerpos mitad sumergidos, mitad al sol, ven medusas mortales, ven peces loro nadando en solitario, ven bancos de pequeños peces con nombres que desconocen y que parecen de cristal transparente, ven espacios abiertos sin praderas, sin rocas, sin coral, sin raíces del manglar, sin erizos, ni esponjas, solo bancos de arena vírgenes y, como suele ocurrir, no se dan cuenta de la felicidad que supone estar ahí flotando, respirando a través de un tubo, oyendo solo el ronroneo de su propia respiración, sintiendo como el sol les quema la espalda. Y se quedan buceando mucho tiempo por los jardines coralinos entre barracudas, peces globo, esquivos peces mariposa, espectadores mudos de una orgía de color y hermosas criaturas, intimidados por la presencia de un ocasional tiburón y otros monstruos perfectos. Sólo salen para decirse algo rápido y compartir la belleza de lo que están viendo, asegurándose de que el otro también lo ve, de que no hay engaño bajo las aguas.

Hoy han ido un poco más allá que de costumbre. Ha debido ser culpa de una mantarraya que parecía distinta a las otras y volaba silenciosa un poco más por encima del fondo y, sin apenas ser conscientes, la han seguido. En su paseo por las aguas han aprovechado una corriente cálida y, cuando se han querido dar cuenta y han emergido sus cabezas, no había rastro de la isla. Lejos de alarmarse, han respirado varias veces y han decidido poner fin a la aventura y regresar a tierra. Antes de irse, deciden echar un último vistazo por si la mantarraya estuviera allí, cosa del todo imposible y, es ese último vistazo lo que lo cambia todo. Antes debieron emerger a tan solo un metro de donde ahora se abre, como el abismo que es, un infinito agujero de un azul casi negro y de una profundidad inabarcable. Se miran turbados, no era esa la respuesta que tanto ansiaban pero, sin lugar a dudas, esa es la puerta y la sentencia que llevan tiempo buscando. Sin decir palabra vuelven nadando, esta vez hasta la isla. En silencio,  y sin decir palabra, pasan la noche contemplando el universo.cadiz_costa_rica-309

Al día siguiente, por primera vez desde que llegaran a la isla, les podemos ver a los dos al final del embarcadero. Es más pronto que de costumbre, noche cerrada todavía, antes de ponerse las gafas y el tubo de esnórquel se besan sin mucho convencimiento. Después se ajustan las gafas, el tubo y comienzan a nadar. Una vez que encuentran la cálida corriente disminuyen el ritmo de la brazada y se dejan llevar. No les resulta difícil encontrar ni la corriente que les lleve al atolón ni trazar líneas imaginarias en los cielos por muy oscuros que estén estos. Esa mañana el corazón se les acelera según son conscientes de que están llegando al abismo. Está amaneciendo cuando lo ven, una caída perfecta. Se quedan todavía desde la superficie contemplándolo, ella por un momento duda y no sabe si hubiera sido mejor haber seguido con su rutina diaria de seguridades e insatisfacciones. Él, por una vez en su vida, no deja entrever qué es lo que piensa y por una vez  ella se siente un poco desconcertada. De nuevo, y en medio de ese absoluto, aparece esa sensación de desconocimiento mutuo en la que llevan instalados desde hace tiempo, sólo que esta vez no hay nada a lo que agarrarse, únicamente  una bandada de pelícanos, que descansan mecidos sobre las olas, y que ambos contemplan con nostalgia. Los dos se tumban y dejan flotar sus cuerpos desnudos, empapándolos de la renacida luz solar, descansando. Se dan la mano mientras las olas les separan o acercan según su antojo, manteniéndose firmes, sin permitir que el mar les aleje todavía. De pronto, cuando el sol está ya bastante alto y los pelícanos han iniciado su vuelo diario hacía el norte, lloran. Es un llanto inútil, allí con tanta agua y sal, pero son capaces de identificar cuáles son las lágrimas del otro mientras permanecen abrazados a la deriva. Una última sonrisa, un último rayo de sol, una última mirada al abismo mientras están todavía a salvo, sólo observándolo. Por fin, un último aliento. La última respiración que hacen al unísono, mirándose esta vez a los ojos. Se sumergen. Imaginan lo que han visto tantas veces, la luz del sol violando las aguas, creando formas, y a medida que bajan se va haciendo más y más oscuro pero pueden todavía intuir como un grupo de mantas gigantes les sobrevuela, hasta que ya no podemos ver si siguen o no de la mano o por fin han tomado caminos distintos, tal vez seducida ella por algún pez abisal de extraña figura que le arrastre a los fondos inexplorados mientras que él ha preferido agarrarse al caparazón de una tortuga centenaria a la espera de que alguna noche le saque a flote y aparezcan en una playa remota donde ella desove mecánicamente. Quizá sigan terca e irremediablemente de la mano, contra natura, contra sus verdaderos deseos. Esperemos que no, aunque será imposible averiguarlo. Esta vez no emergen para preguntarles.

El tema musical que acompaña a este relato:

Información práctica sobre Bocas del Toro y Cayo Coral.

Cómo llegar:

Por carretera desde Cahuita, Limón o Puerto Viejo, en Costa Rica a través del paso fronterizo de Sixaola  https://lomejorestaporllegar.wordpress.com/2014/07/14/costa-rica-cruzar-la-frontera-de-costa-rica-con-panama-por-sixaola/

En avioneta desde San José: http://www.natureair.com/   Toda una experiencia.

Dónde alojarse:

http://www.coralcay.bocas.com/espanol/coralcay-indexesp.htm  Un lugar mágico

Qué visitar:

http://www.bocasdeltoro.com/esp

http://lui91s.angelfire.com/sendero.htm

http://www.bocasdeltoro.com/eng/site_contents/view/21