De lunes a viernes. Madrid.

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CERCANÍAS

Les veía llegar todas las mañanas, yo ya llevaba un par de minutos allí y estaba situada a la altura del andén desde donde me subía a la cabecera del tren pero ellos, como no se bajaban en la misma estación que yo, se quedaban un poco más atrás. A mí, ella me ponía mala porque siempre llevaba el mismo corte de abriguito que le llegaba por las rodillas. Unos días era negro, otros gris e incluso se atrevía con uno rojo, pero lo habitual era el negro. Primero ella con el abriguito y luego él como a un paso de distancia de ella. Siempre. A él no le veía hablar. Ella, por el contrario, no paraba de hacerlo pero yo no les podía oír y dudaba mucho de que él lo hiciera porque siempre le veía yo cabizbajo e intuía desde mi posición, su cara de resignación. Pero claro, solo lo suponía, pensaba: “el pobre tipo este es un «loser». Además, ella le sacaba la cabeza, lo que acentuaba su manifiesta superioridad. Por fin un día me atreví a acercarme. Estaba convencida de que ella no paraba de regañarle y cuando estuve a su lado y la oí decir: «Y LUEGO A LAS 10 QUE NO SE TE OLVIDE LLAMARME”, sonreí para mis adentros y me compadecí del tipo. A partir de ese día me quedaba muy cerca para escucharla. Era todo agresividad. No levantaba nunca la voz; todo lo decía en un tono contenido pero cortante. La cara siempre de eterno cabreo, con el ceño fruncido que se resaltaba aún más porque llevaba un corte de pelo estilo Cleopatra, con esa cosa que me ponía también enferma en ella: el flequillo. El tren llegaba, me subía y, si el azar no nos juntaba, hacía todo lo posible por aproximarme a ellos y escuchar:

– Al final no pudiste con ello. Claro, no me sorprende pero me decepciona.

Él con la vista en el suelo trataba de justificarse.

– Si me dejaras explicar queeee…

-Las explicaciones sobran. Eres el rey de las excusas. Madura, por favor, madura.

Yo pensaba que tenía que ser una tortura empezar así el día y que probablemente él fuera de los únicos en ese vagón que estuviera deseando trabajar. Luego llegaba a mi estación, dejaba de imaginarme sus vidas, y no me volvía a acordar de ellos hasta el día siguiente y, mientras escuchaba su monólogo humillante, mataba yo el tiempo hasta llegar a mi destino.

Sucedió en uno de esos días en los que llevábamos bastante retraso. Esa mañana las críticas no iban  sólo dirigidas a él; ella se quejaba de la cada vez mayor impuntualidad y de que el tren avanzara dando frenazos.

– No puedo más. Cada día peor. No hay quien aguante esto. Serán sinvergüenzas. Como esto no cambie voy a empezar a ir en coche y así además no tendré que olerles. Qué horror de gente, qué mal huelen. Si al menos pudiera ir sentada no tendría que tocar estas barras asquerosas, pero claro con la poca frecuencia de trenes que hay, vamos aquí apelotonados. Uff, no sé cómo puedes quedarte ahí sin decir nada la verdad.

Entonces un frenazo más brusco que los demás hizo que casi todos nos fuéramos al suelo. Ahí fue cuando mantuvimos contacto visual por primera vez. Me recorrió un cosquilleo por todo el cuerpo y, días más tarde, cuando él me confesó que le ocurrió lo mismo, el cosquilleo se hizo crónico. A partir de ese momento ya no me olvidaba de ellos al llegar a la estación de mi destino.

Él empezó a levantar la cabeza del suelo y a sonreírme. Uno de los días, aprovechando un descuido de ella, fue él quien se atrevió esa vez y, como pudo, deslizó en mi bolso un papel con su número de teléfono. No ponía su nombre. Esa misma mañana le llamé. Sabía perfectamente que debía hacerlo en horario de oficina cuando estuviera a salvo de ella. Quedamos en vernos y comer ese mismo día en el centro. Ese día confirmé mis sospechas de su vida imaginada. Nos enamoramos en la conspiración y en torno a su figura. Empecé a verla menos alta y menos guapa.  Hasta el abriguito dejó de importarme.

Ya han pasado más de tres meses desde que nos deshicimos de ella, a la vista de todos, en la estación de trenes. Nuestro plan de que pareciera un fatal accidente no pudo salirnos mejor. Las primeras semanas fuimos libres, casi felices. Sin embargo, desde hace unos días, hemos empezado a echarla de menos, sobre todo yo, o quizá yo únicamente. Me he dado cuenta que desde el lunes no paró de observar a un rubia, coleta tirante, frente despejada y que pese a llevar distintas bailarinas que combina día sí y día también con distiiiintos pañuelitos con los que se protege del gélido aire acondicionado, le saca un palmo al pobre hombre que, con la mirada clavada en el suelo, camina a su lado. Suspiro y me digo a mi misma que de mañana viernes no pasa que me acerque a ellos.

Un comentario sobre “De lunes a viernes. Madrid.

    Soraya escribió:
    10 febrero, 2016 en 6:31 pm

    Me flipa!!!

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